7 de enero de 2018 

 

 

 

 

 

por Pablo Errázuriz Montes


Imagine el lector al príncipe de Dinamarca paseándose lúgubre por los pasillos de su tétrico palacio preguntándose; To be or not to be. ¿Ha leído o visto en escena el Hamlet? No simpatizo con el personaje. Lo encuentro histérico, irresoluto y torpe. Pero la creación literaria de Shakespeare se legitima universalmente por la radical disyuntiva que propone. Es la pregunta por antonomasia: Ser o no ser. En palabras simples: ¿Me suicido o sigo viviendo?

Afortunadamente no estamos cotidianamente sometidos a tan terrible pregunta. Pero la vida es un permanente elegir, desde el día que somos lanzados a la existencia y tomamos conciencia de nuestra individualidad, hasta el día que perdemos esa conciencia sea por la muerte o la demencia. Aunque no lo queramos cotidianamente optamos. Desde lo más trivial hasta lo más trascendente. Opta el prisionero sujeto por grilletes hasta el hombre materialmente más libre del planeta.

En todas las manifestaciones de la discusión pública; en la familia, en la política, la religión, la moral, incluso en la publicidad comercial; se confrontan disyuntivas que pueden ser más o menos reales, posibles o relevantes para el porvenir de quien las decide.

Las relaciones de poder se dan entre, la voluntad de quienes pretenden endilgar la conducta de la sociedad hacia un determinado fin o destino; y de quienes tienen la opción de ordenarse a ese fin propuesto o rebelarse en contra. Quienes conducen las relaciones de poder en la sociedad proponen una buena parte de nuestras disyuntivas cotidianas. Los individuos a menudo olvidan que son ellos y solo ellos quienes optan. Tan acostumbrados están que alguien -la propaganda, la mamá, el presidente de la república, la CNN- les diga cómo deben proceder, que no reconocen que son ellos los que deciden. 

Mi tesis es; muchas disyuntivas que nos propone la modernidad, son irreales, imposibles o irrelevantes y no revelan diferencias en las conductas de las personas ni consecuencias en su existencia ordinaria. Pobreza-riqueza, derechas-izquierdas, creyentes-ateos, marxismo-liberalismo; no generan conductas diferenciadoras entre quienes optan por una o por otra. La razón es que tales disyuntivas, o no son relevantes, o no son reales. Un liberal y un marxista; un ateo y un creyente en Dios; se conducen de una misma manera en su vida ordinaria. Un pobre y un rico a menudo se conducen igual, ven los mismos programas de televisión y tiene casi los mismos gustos.

Antiguamente para enaltecer a una persona se decía: Fulano es de un hombre “distinguido”. Hoy vivimos la religión del igualitarismo. No discriminar es el lema. Distinguirse ya no es un valor.  Como opositor tenaz de esa marea niveladora, me referiré a una disyuntiva real que se relaciona con la distinción; disyuntiva real y relevante en un mundo dominado por las disyuntivas aparentes o irreales.

Por vulgaridad nos referimos a la conducta del vulgo, es decir de la muchedumbre humana sin identidad personal. Podría relacionarse la etimología de esta palabra con el verbo latino volo; en castellano, querer, desear. De ese mismo verbo latino deriva el galicismo veleidad que se refiere al deseo caprichoso e inconsciente. Disputan los filólogos acaso existe relación etimológica entre ambas palabras. Independiente de su raíz idiomática, ambos vocablos se han ido fusionando, si es que no lo fueron en su origen. El individuo vulgar se caracteriza por su veleidad; esto es, por desear caprichosamente, inconscientemente, sin una conexión o proyección de su conducta hacia su consecuencia; consecuencias tanto que le afectan a sí mismo, como a los que le rodean.

En Chile, injusta y desconsideradamente, se ha motejado esta conducta con la rotería; con el rotoLa alusión despectiva a la palabra roto, se la debemos a los peruanos coloniales; y es nativamente injusta. Los Rotos de Chile, fueron los leales a Diego de Almagro en la guerra civil entre conquistadores, que se resolvió lamentablemente en contra de los rotos. Le debían el mote a su condición paupérrima en que retornaron de la aventura conquistadora de Chile. Prefiero usar la palabra roto, para enaltecer las mejores cualidades del pueblo chileno; lealtad y fortaleza para acometer y resistir; pero no puedo obviar que el idioma tiene vida propia, y al vulgar en Chile se le llama roto. Por cierto, en nuestro pródigo idioma castellano existe una palabra mucho más precisa para retratar esta conducta: el zafio; esto es, la persona grosera o tosca en sus modales, carente de tacto en su comportamiento.

En las antípodas, elegancia es el hábito de las personas superiores. De quienes retienen su energía y la canalizan ordenadamente para conducirse con total conciencia de la consecuencia de sus actos. Los cultores del bushido japonés, el gentelman inglés, el hidalgo español; aquella conducta que Velasquez retrata en los protagonistas de su obra Las lanzas de Breda. Ortega y Gasset en la obra que cito, refiérese de manera esclarecedora a este hábito, cuando señala: ¿Qué es lo que hay que hacer? Se trata de evitar el capricho. El capricho es hacer cualquiera cosa entre las muchas que se pueden hacer. A él se opone el acto y el hábito de elegir entre las muchas cosas que se pueden hacer, precisamente aquella que reclama ser hecha. A ese acto y hábito del recto elegir llamaban los latinos, primero eligentia y luego elegantia. Es, tal vez, de este vocablo del que viene nuestra palabra inteligentia. De todas suertes, Elegancia debía ser el nombre que diéramos a lo que torpemente llamamos Ética, ya que es ésta el arte de elegir la mejor conducta, la ciencia del quehacer. El hecho de que la voz Elegancia sea una de las que más irritan hoy en el planeta, es su mejor recomendación. Elegante es el hombre que ni hace ni dice cualquier cosa, sino que hace lo que hay que hacer y dice lo que hay que decir.”[1]

No confundir la elegancia con la sofisticación del hijo de papá, o de la mujer retratada en las revistas del corazón, ni con Versache o Louis Buiton. Tampoco debe identificarse con una clase social. La elegancia no es patrimonio de los opulentos. Al contrario, la opulencia a menudo va acompañada de aquella crisis de los deseos que Nietzsche retrata en su discurso del último hombre[2]. La vulgaridad tampoco debe identificarse con los desheredados. La paupertas evangélica es la conducta elegante por definición. El Santo Cura de Ars es el elegante por antonomasia. La pobreza elegante siempre ha irritado a los opulentos vulgares. La iglesia perdió la elegancia de antaño. La misa moderna es prueba de ello. Adornada con jingles para alegrar el espíritu. No se trata de captar fieles sino prosélitos. A las multitudes insumisas no se les puede exigir fidelidad. Históricamente fundada en los mandamientos -esto es, los deberes- es hoy la iglesia explícitamente promotora de los derechos humanos. Debe negociar con el vulgo. Tener mensajes vendedores para captar prosélitos.

Sostengo que una verdadera disyuntiva se nos manifiesta entre la vulgaridad y la elegancia. Optar por una u otra tiene consecuencias reales. Si cedemos a la vulgaridad, el hombre estará perdido en la paz y en la guerra. Si reivindicamos la elegancia y esta se generaliza, construiremos para nosotros mismos, para nuestras familias, para nuestra patria y para el mundo, un mejor lugar donde vivir. Quizá no más pacífico, quizá no carente de sufrimientos; porque la guerra y los sufrimientos son consecuencias de errores precedentes de la humanidad derivados de otras malas opciones. Pero, a través de la conducta elegante propiciaremos una paz interior en lo personal y una convivencia social que, en las carencias y sufrimientos, no descenderá a la animalidad; y en la prosperidad y la paz elevará a la humanidad a un nivel nunca alcanzado en el pasado.

Fuente: http://pabloerrazurizmontes.blogspot.com/2018/01/la-vulgaridad-o-laelegancia-imagine-el.html

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