20 abril, 2024 

 

 

 

 

 

Por Pilar Molina


Si después de ocho años de declive no corregimos la traición a la promesa de crear una mejor educación sin selección, gratuita y de calidad, ¿cuándo?


Me gusta esa frase tan típica del ex Presidente Ricardo Lagos. Es una mezcla de llamado de atención y una orden de ejecutar, ¡ya!, lo que corresponde.

Pues bien, hace rato que la reforma educacional de Bachelet de 2015 hace agua.  En realidad, durante su discusión parlamentaria la oposición advirtió lo que ocurriría, pero la entonces Nueva Mayoría (que no es otra cosa que el actual Socialismo Democrático y el PC) tenía los votos para refundar el sistema educacional, en vez de continuar con las mejoras. Y lo hicieron, empujados también por los jóvenes teóricos de izquierda del Frente Amplio que contribuyeron desde el Ministerio de Educación. La pieza de ajuste ha sido la propia educación, para mal.

Los impulsores del Sistema de Admisión Escolar (SAE) centralizado por el Estado lo defienden hasta hoy, asegurando que antes los colegios seleccionaban a los alumnos y ahora lo hacen los padres. Una gran mentira porque en un mundo ideal, donde el sistema funciona en óptimas condiciones, podría ocurrir que ahora sean los padres quienes eligen.

Pero en nuestra realidad, son precisamente las familias las más descontentas porque ya ni siquiera pueden intentar encontrar una vacante en un colegio de su gusto. Ahora se encuentran con que es el Estado el que los condena a uno de mala calidad, que no quieren para sus hijos porque tiene problemas de disciplina, violencia o malos resultados académicos, o porque les queda lejos de su domicilio. 

Los más acongojados son aquellos cuyos hijos tienen alto rendimiento. Según una investigación de Libertad y Desarrollo, esos jóvenes son precisamente los más castigados con el SAE porque quedan con menor frecuencia en la escuela de su preferencia. La razón es que el sistema estatal no asigna los cupos en los colegios más demandados, que son los mejores, considerando el rendimiento, sino que lo hace por otros criterios como vulnerabilidad o por tratarse de hermanos o hijos de profesores.

Injusto hasta la médula, ¿no? Más cuando a los rehenes de la educación pública -pagada o subvencionada- la llamada Ley de Inclusión ha significado una exclusión para todos aquellos que no encuentran matrícula y a los que el Ministerio de Educación les ofrece graciosamente exámenes válidos, quitándoles el aporte socioemocional de las clases presenciales.

El Ministro de Educación asegura que existen más de dos cupos por niño en el sistema, pero la realidad es que sobran en los malos establecimientos y faltan en aquellos que prefieren los padres, porque se ha ido reduciendo la oferta de colegios y también los de calidad. Hoy hay 552 escuelas menos que en 2015, de las cuales, 476 de las que cerraron eran particulares subvencionados. Y como la Agencia de la Calidad dejó de clasificar los colegios, siguen funcionando los con mal desempeño que son una desgracia para sus alumnos.

A pesar de que nuestros gobernantes llegaron al poder marchando por la educación, han logrado un milagro: hacer que la pública tenga menos calidad que la que tenía para justificar la reforma en 2015 y por eso las postulaciones se concentran en los colegios particulares subvencionados, que tienen los mejores rendimientos. Lo mismo ocurría antes que obligaran a estos establecimientos a transformarse en fundaciones sin fines de lucro y prohibieran el financiamiento compartido. Se suponía que la reforma iba a ampliar las posibilidades de educación de calidad, pero en lugar de ello, las restringe. Las familias postulan cada vez a menos establecimientos. En varias regiones (Biobío, Los Lagos o Ñuble) la primera preferencia para ingresar a pre kínder en 2023 se concentró en grupos de colegios que no ofrecen más del 21% o 26% del total de cupos a asignar. Si en 2021 los padres apuntaban a 3,03 colegios en promedio por cada postulante, en el procedimiento para este año fueron 2,6, según indicó la subsecretaria de Educación, Alejandra Arratia.

Antes, estas escuelas más requeridas podían aumentar sus cupos. Pero la misma ley que quería imponer la feliz tripleta de “sin selección, gratuita y de calidad”, y la normativa posterior, se han encargado de restringir y burocratizar el abrir un nuevo curso o nivel y la creación de nuevos colegios.  Antes era el “vil mercado” el que se encargaba de ajustar la oferta con la demanda y las preferencias de los padres. Ahora, cuando se crean anualmente un tercio de nuevos colegios que antes de la reforma, es el Estado el que distribuye las vacantes, sembrando el descontento y la frustración cuando no calzan con las expectativas de las familias.

Es cierto que ahora sobran cupos, incluso en los liceos otrora estandartes de la educación pública, como el Instituto Nacional, pero nadie los quiere. Es difícil que un padre acepte un ambiente tan tóxico para sus hijos, donde el mérito académico no cuenta y el timón lo llevan vándalos de overoles blancos que no cesan de enfrentar a carabineros en la Alameda. Esta semana lo hicieron el lunes y el miércoles, con total impunidad frente a su sostenedor, la Municipalidad de Santiago. Ni combinando clases presenciales con remotas logran atajar la degradación de la educación pública.

Ni hemos hablado de otra reforma también de Bachelet 2, los traspasos de los colegios municipales a sistemas centralizados, los Servicios Locales de Educación, que dan malas noticias todos los días y han constituido otro paso para el retroceso de la educación pública.

¿No habrá llegado el momento de ponernos serios? Si después de ocho años de declive no corregimos la traición a la promesa de crear una mejor educación sin selección, gratuita y de calidad, ¿cuándo?

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