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Osvaldo Rivera Riffo
Presidente
Fundación Voz Nacional


Todo el país es testigo de la demencia colectiva que azota a la clase política, unos con patologías descritas en los estudios psiquiátricos recientes como “el síndrome de atención mediática” que afecta a quienes han hecho de las redes sociales su razón de ser y como una manía compulsiva usan todo el espectro de las que existen para estar ahí presentes y lograr ser tendencia. Otros, con el síndrome de Hubris descrito como una seria patología en el año 2008 y definido como exceso de arrogancia, sobrepasando todos los límites posibles siendo su comportamiento peligroso por el daño que causan a la sociedad, superponiéndose la satisfacción de sus deseos a su imagen personal y no al del bien común, entre otras características.

Este problema psiquiátrico ha llevado a la clase política a reinventar el lenguaje, dándole significado distinto no solo a la interpretación de la norma sino que cambiando la estructura de las palabras para que signifiquen otra cosa y con ello construir una realidad virtual que solo existe en la cabeza de los insanos.

El ejemplo más patético como gravísimo es el concepto de la soberanía popular.

¿Qué se entiende por tal? Aunque sea técnico recurriré a estudios y análisis jurídicos que ilustren sobre el particular, teniendo como referencia un artículo publicado por la Universidad de Valparaíso en su Revista de Derecho o de otras lecturas recogidas, para estructurar esta columna 

“La soberanía popular como fundamento del orden estatal y como principio constitucional”

“En dicho artículo se indica que dicha preocupación ha ocupado un lugar importante entre la atención de filósofos, políticos y abogados por siglos para establecer cuál es el fundamento del ejercicio del poder político por parte del Estado. Para dar respuesta a ello se basan en lo que sostiene Carré de Malberg quien sugirió que la respuesta a esta pregunta debe darse en dos niveles. En el nivel estrictamente jurídico, los órganos estatales obtienen la calidad para actuar a nombre del Estado del propio Derecho creado por el Estado, en última instancia de la norma jurídica suprema. La segunda respuesta puede encontrarse en un nivel más profundo del significado de la constitución. En este caso se trata de determinar de dónde viene la legitimidad del poder estatal, si es que no puede venir del propio derecho creado en virtud de ese mismo poder. Entonces en quien reviene la soberanía y, por lo tanto quien es el titular del poder constituyente.”

Sin duda alguna que la discusión, tanto filosófica como política, va teniendo un resultado actual producto de la Revolución Francesa en que se cuestiona la soberanía del monarca y el criterio divino de su mandato.

En 1762, Rousseau retomó la idea de soberanía pero con un cambio sustancial. El soberano es ahora la colectividad o pueblo y esta da origen al poder, enajenando sus derechos a favor de la autoridad. Cada ciudadano es soberano y súbdito al mismo tiempo, ya que contribuye tanto a crear la autoridad y a formar parte de ella, en cuanto que mediante su propia voluntad dio origen a esta, y por otro lado es súbdito de esa misma autoridad, en cuanto que se obliga a obedecerla. Así, según Rousseau, todos serían libres e iguales, puesto que nadie obedecería o sería mandado por un individuo, sino que la voluntad general tiene el poder soberano, es aquella que señala lo correcto y verdadero y las minorías deberían acatarlo en conformidad a lo que dice la voluntad colectiva. Esta concepción rusoniana, que en parte da origen a la revolución francesa e influye en la aparición de la democracia moderna, permitió múltiples abusos ya que, en nombre de la voluntad "general" o pueblo, se asesinó y destruyó. Generó actitudes irresponsables y el atropello a los derechos de las minorías.

Frente a estas ideas, el Abate Sieyès postuló que la soberanía radica en la nación y no en el pueblo, o sea que la autoridad no obrará solo tomando en cuenta el sentimiento mayoritario coyuntural de un pueblo, que podía ser objeto de influencias o pasiones desarticuladoras, sino que además tuviera en cuenta el legado histórico y cultural de esa nación y los valores y principios bajo los cuales se había fundado. El concepto de nación contemplaría a todos los habitantes de un territorio, sin exclusiones ni discriminaciones. Sieyès indica que los parlamentarios son representantes y no mandatarios, ya que estos gozan de autonomía propia una vez que han sido electos y ejercerán sus cargos mediando una cuota de responsabilidad y objetividad al momento de legislar; en cambio los mandatarios deben realizar lo que su mandante le indica; en este caso, el pueblo.

Así, de Rousseau nace el concepto de soberanía popular, mientras que del abate Sieyès nace el de soberanía nacional. Ambos conceptos se dan indistintamente en las constituciones modernas, aunque después de la Segunda Guerra Mundial ha retomado con fuerza el concepto de soberanía popular que se mira como más cercano al pueblo, el cual se supone que actualmente tiene un grado de cultura cívica y moderación mucho más alto que en el tiempo de la toma de la Bastilla en 1789.

Con esta explicación extraída de quienes saben de filosofía del derecho y otras materias referidas al tema, cabe entonces preguntarse: ¿El actual poder legislativo, mandatario de la voluntad popular, se trasladó en un viaje al pasado pretendiendo interpretar los fundamentos de Rousseau, situados en plena toma de la bastilla, donde se cometieron todo tipo de fechorías y lo peor, se atropelló la voluntad abrumadoramente mayoritaria del Estado-Nación?

La principal obligación de los legisladores es respetar la norma legal establecida en la constitución y ésta dice el su artículo número 5:

“La soberanía reside esencialmente en la Nación. Su ejercicio se realiza por el pueblo a través del plebiscito y de elecciones periódicas y también por las autoridades que está Constitución establece. Ningún sector del pueblo puede atribuirse su ejercicio.

El ejercicio de la soberanía reconoce como limitación el respeto a los derechos esenciales que emanan de la naturaleza humana. Es deber de los órganos del Estado respetar y promover tales derechos, garantizados por esta Constitución, así como por los tratados internacionales ratificados por Chile y que se encuentren vigentes.”

Pues bien si todo esto es tan claro, ¿por qué intentan burlar el veredicto popular expresado en el plebiscito del 4 de septiembre? ¿Por qué intentan confundir a la población con cifras superpuestas, referidas al plebiscito de entrada en que votó la mitad de la población electoral que en el plebiscito de salida que recogió la votación más alta de la historia nacional?

No cabe otra explicación que demencia colectiva política y en este caso sin duda el remedio debe ser rápido y eficiente. El pueblo, en quien radica la soberanía, debe defenderla y no permitir que los sectores minoritarios impulsados por deschavetados políticos se burlen de ella para lograr lo único que conseguirán: repetir los horrores de la revolución francesa y el fin de ellos será por cierto el mismo que tuvo el príncipe del terror, que a palabras de su máximo exponente el diputado Maximiliano Robespierre señalaba: “El terror no es más que la justicia rápida, severa e inflexible”

Bueno, así le fue también al diputado cuando la soberanía popular se hizo respetar.

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