6 de julio 2021


Escrito por William Tapia


 

Hemos pasado del ser al tener. Esa idea que da título a uno de los libros más connotados del psicoanalista marxista alemán Erich Fromm (¿Tener o ser?, FCE, 2013) es la que, a su vez, ha imbuido a los críticos del modelo en Chile. Desde la derecha más social cristiana y nacionalista, que afirma hemos perdido la espiritualidad enfocándonos solo en las cosas, al punto que ya no sabemos “habitar” en el mundo 1, a la izquierda más acérrima que, alega, nos estamos consumiendo a nosotros mismos 2, nos auto explotamos, diría Byung-Chul Han en La sociedad del cansancio (Herder, 2012), se apoyaría esta conclusión. Empero, no obstante, el consumo ha sido demonizado, apenas se abren los malls, la gente anega estos establecimientos para hacer compras o, si se anuncia, por ejemplo, la llegada de un nuevo modelo de zapatillas u otros productos, se hacen filas para comprarlas. Más allá de la crítica a la inconsecuencia de aquellos que, demonizando el consumo, se entregan a él con mayor placer, la pregunta que nos ataja es ¿cuál sería el papel del consumo en nuestra sociedad? ¿Cuál es su función en el desarrollo social?

Por de pronto, señalo que lejos estoy de calificar al consumo como el peor de todos los males. Por lo mismo, un primer apartado se concentrará en aquello que el consumo nos reporta como beneficio para, posteriormente, analizar los peligros del consumo desnudo, aquel sin trabas, fruto del espejismo, del auto engaño que consiste en que un producto más, un bien más, un servicio más, nos proporcionará la felicidad, tal como alude Fernando Villegas en Tsunami (Planeta, 2016) 3. El consumo tendría una naturaleza bicéfala, que espero, se comprenda en totalidad.

Entonces ¿qué importancia tiene el consumo en nuestras vidas? Mi postura es que este tiene un papel crucial en nuestras aspiraciones y en el crecimiento de nuestra sociedad, incluso, en el auge del modelo occidental. Hay que entender que en tanto hemos podido consumir, hemos logrado, también, por un lado, abstraernos de nuestra sociedad, de los vínculos que nos atan de manera indisoluble a ella, para luego ejercer nuestra libertad de auto determinarnos. A eso alude, de alguna manera, Carlos Peña en Lo que el dinero sí puede comprar (2017) cuando refiere al mercado como motor de abstracción y libertad y, quiérase o no, al desanclamiento (siguiendo en esto a Polanyi) del sujeto de sus vínculos sociales más onerosos 4. El mismo rector dirá que el mercado ya no solo se justifica en nuestro mundo moderno por responder de mejor manera que ningún otro modelo, a las necesidades básicas: ahora también se justifica, se legitima al mercado, y el consumo que permite 5, en la libertad que reporta, entendida no como concreción efectiva y total de los anhelos -lo cual nos llevaría a buscar la igualdad de resultados en tanto no seríamos igualmente libres porque algunos tienen la capacidad de consumir más que otros 6-, sino como oportunidades abiertas, como abanico de posibilidades que, en cualquier otro modelo, son más escasas y determinadas, en muchos sentidos, por la autoridad. Esto último, nos llevaría, evidentemente, a reconocer la libertad negativa como eslabón crucial del modelo en tanto la determinación de qué es lo que quiero o no tiene su único y exclusivo determinante en nuestra voluntad y no en la de terceros. Por lo mismo, se hace evidente la disrupción con aquellos vínculos sociales que determinaban, de alguna u otra manera, qué podíamos consumir y qué no. Cuando la prioridad ontológica la tiene la sociedad y no el individuo, componente este último del primero, entonces la fijación de qué, cómo y quién consume la determina la sociedad, especialmente a través de su arma favorita, el Estado, y no el sujeto. Lo que Manfred Svensson ve como un ejercicio de atomización (“Individualización y la sociedad abierta” en Primera persona singular, Ies, 2019), es un grito de liberación, en que el individuo se vuelve soberano de su destino. No quiere decir, por lo pronto, que esta postura pro consumo busque desvincularse, romper toda atadura con la sociedad, sino que, dentro de las reglas sociales establecidas, el mercado permitiría un consumo que viabiliza un proceso profundo, finalmente, de identificación propia, además de consecución de un estatus personal, que vincula libertad con propiedad. Es lo que el mismo Peña llamará “bienes estatutarios”, aquellas cosas que significan, señalan, una determinada condición social (“La competencia por el estatus: reconocimiento y diferenciación”, en el libro ya mencionado). El mercado y el consumo permitirían el acceso a estos bienes y, por consiguiente, promoverían este proceso.

Con todo, habría otro elemento benéfico: el consumo es uno de los elementos claves de Occidente, de su estructura triunfante. Según el historiador Niall Ferguson, es el consumo, junto con los avances en la medicina, la competencia, el respeto por la propiedad privada y el Estado de derecho, así como la ciencia y la ética del trabajo, las “apps” o estructuras que permitieron a Occidente ser lo que fue (Capítulo 5° “Consumo”, en Civilización, Random House Mondadori, 2013). En particular, la sociedad de consumo, singularmente la industria de la moda, permitió que la lógica industrial británica dominara el mundo e hiciera más eficientes los procesos de producción a nivel mundial. Incluso, se atrevería a decir que uno de los errores fundamentales de Marx y Engels en su utopía socialista era haber olvidado que los trabajadores u obreros eran también consumidores y que el diferencial entre el salario que los trabajadores podían reportar a lo largo del siglo XX en países capitalistas en comparación a los países que no lo eran, marcó la pauta para un cambio cultural de consumo sin precedentes. Ese mismo hábito de consumo, nos diría el historiador, copiado por los países orientales -ocupa el caso de Japón para ilustrarlo- llevaría la sociedad de consumo a globalizarse, empujando el crecimiento mundial. Aparejado a esto, el consumo se definió como libertad, donde Ferguson nos recuerda que la demanda por jeans vaqueros y rock and roll fueron determinantes o, al menos, significativos, en el espíritu que colmaba la rebelión en “La primavera de Praga” 7. Es decir, el consumo es y será siempre una bandera que se instala, se presenta, como Colón ante los nativos, en tanto elemento soberano del modo de vida occidental.

No obstante, todo lo expuesto, habría peligros inherentes al consumo cuando este se lleva a cabo de manera desnuda, por sí misma, como fin último.  A pesar de ser un instrumento de diferenciación, de libertad y estatus, sumada a su condición estructurante de nuestra civilización occidental, el consumo, cuando se alimenta a sí mismo, se afana en su mismisidad, en momentos que se consume solo porque se puede y no por algún fin ulterior, deriva este en consumismo. A mayor abundamiento, al olvidar la regla séptima que nos recomienda Jordan Peterson en 12 reglas para vivir (Editorial Planeta, 2019), que nos pide no hacer aquello que simplemente nos convenga, sino dedicar nuestros esfuerzos a hacer cosas con significado, cuando el consumo no es símbolo de libertad ni diferenciación, sino que nos volvemos esclavos de él y de su inanidad al practicarse sin un sentido, entonces el consumo no tiene más límites que tu propia incapacidad de proveértelo, y eso es y será siempre terrible. De ello provendrá el germen del deseo insatisfecho, el resentimiento con aquellos que tienen ese bien o servicio que yo quiero, y la frustración consiguiente al no conseguirlo. En Chile, bien podríamos decir, con el psicólogo Gonzalo Rojas May en La revolución del malestar (Ediciones El Mercurio, 2020), que es precisamente esta problemática, del consumo sin límites, de la mera expectativa o promesa de que se logrará, el consumismo en definitiva, la base del malestar, aquel que ha sido instrumentalizado por grupos políticos para generar las condiciones en las cuales nos encontramos, con un nunca antes visto candidato comunista con posibilidades reales de ser el líder más importante de nuestro país y con un electorado repitiendo los mantras de la izquierda, alimentando su deseo insatisfecho e ingenuidad de que con estas autoridades, en este contexto o situación política particular, guiados por estos políticos más dados a las promesas vacías que a la responsabilidad, sí que lograré, por fin, lo que quiero, lo que deseo 8.

Y no es extraño que los políticos, las autoridades, instrumentalicen el consumismo, lo ocupen como herramienta electoral, puesto que, en cuanto se vuelve debilidad, resentimiento, frustración y encono, el político puede utilizar esas sensaciones propias del consumismo para aumentar su poder de control sobre los ciudadanos. Lo que pareció una recomendación sensata en su momento del economista británico John Maynard Keynes (1883-1946) de aumentar el gasto público en pos del incremento de la demanda agregada, resumida en engrandecimiento de la capacidad de consumo de las personas, las empresas y el Estado, así como la inversión pública dependiente de este último, en contexto de crisis económica según el ciclo correspondiente, se transformó en una herramienta de opresión, en un engaño que tiene esclavizados a los países, hiper regulados, con deudas impagables y con generaciones condenadas a pagar más impuestos en razón de estas políticas fiscales. Evidencia de todo lo expuesto es el caso de Japón, nos dice Daniel Lacalle en Viaje a la libertad económica (Editorial Planeta, 2013) en donde la deuda alcanzará, según el mismo autor, a un 245% sobre el PIB, superando 24 veces lo que los nipones producen 9 y en donde los políticos tienen amarrados a los ciudadanos por medio de promesas de gasto público alimentado con deuda que las próximas generaciones solventarían con más deuda 10.

De este modo, son los deseos, anhelos incumplidos, fruto de un  consumismo desbordante el que, sin límite alguno, puede ser utilizado por los políticos de siempre, para amarrar a los individuos de por vida. Especialmente si no viene acompañado de la ética del trabajo, de la productividad, del ahorro. Ferguson, en la obra ya expuesta, señala la importancia de recordar las lógicas del capitalismo inicial que describiera el sociólogo alemán Max Weber (1864-1920), aquella construida en base a la concepción protestante de la profesión y la ascesis, traducidas en dedicación al trabajo, desarrollo de empresas, comercio y, especialmente, ahorro y acumulación de riquezas en pos de la gloria divina (La ética protestante y el espíritu del capitalismo, Península, 2013). Estos elementos, en definitiva, secularizados, son los que, acompañando al consumo, serían armas para el progreso de los países. Por ejemplo, es el ahorro el que indica a los inversores que existe el capital suficiente para rentabilizar sus proyectos o el que otorga confiabilidad-país para, incluso, aumentar los préstamos o la deuda nacional, aunque esto último, en rigor, no sea deseable. Aunque los promotores del consumo ataquen, en particular, al ahorro como la negación del consumo de otros, es este, junto al trabajo duro y la productividad, en conclusión, el que limita, reconduce y le otorga significado al consumo. En cierto sentido, la lección de Henry Hazlitt en La economía en una lección (Unión Editorial, 2018), se hace carne en la importancia de la limitación del consumo por medio del ahorro, y su importancia en la productividad: el trabajo duro weberiano que fructifica en productividad para solventar el consumo inmediato debe, a su vez, traducirse en ahorro que, finalmente, asegura el consumo futuro. En prever, calcular, las repercusiones ex post de nuestras decisiones, y no solo fijar nuestra atención en los efectos remotos, es el arte de la economía 11.

Lo que podemos sacar en limpio de todo lo expuesto, para concluir, es que el consumo per se no es nocivo. Nos permite diferenciarnos, hacer ejercicio de nuestra libertad, definirnos en una escala social siempre tendiente, hoy en día, a la movilidad, y hacemos eco de la mejor tradición occidental, aquellas prácticas que han llevado a nuestra civilización a su mejor condición en toda su historia. Empero, subyace en su práctica sin miramientos, en el consumismo desbordado, el peligro de la insatisfacción, del ser inconcluso, herramienta pasiva, inerte, para el político y su hambre de poder. El consumo cuidado, mediado por la ética del trabajo, por el ahorro y la productividad, puede ser un elemento importante para realzar las características positivas del mismo y no caer en una crítica sin sentido que nos puede entregar, nuevamente, a la miserabilidad y la impotencia.


Notas a pie de página

Véase la crítica heideggeriana de Herrera al modelo en La derecha en la crisis del Bicentenario (2014), Capítulo V apartado 3°. Editorial UDP.

Véase el libro del sociólogo Tomás Moulian, El consumo me consume (1998). Editorial LOM.

Por supuesto, en terminología económica, esto alude a la ley de la utilidad marginal decreciente, solo que Villegas lo explica en términos sociológicos y filosóficos.

Véase el capítulo 3° del mismo libro ya mencionado: “El papel del dinero y el mercado en las relaciones sociales”. Ahí, el rector se ocupa de toda esta visión pro mercado y sus consecuencias.

El psicólogo Gonzalo May lo llamará “La ampliación del menú” en La Revolución del malestar (2020). Con todo, para él, el menú sería parte del problema, más que de algún tipo de solución.

La idea de una igualdad de resultados deriva de la mala comprensión de la libertad como autonomía, error que subyace a los postulados de Peña. Véase Dos conceptos de libertad (2018) Alianza editorial. Capítulo II “El concepto de libertad positiva”.

Rebelión política y de liberación nacional que comenzó cuando Alexander Dubcek, primer secretario del partido comunista checoslovaco, en enero de 1968, quiso otorgar más libertades a los ciudadanos y una leve descentralización económica. Todo acabó con la invasión soviética en agosto de ese mismo año. Véase Pala, Giaime (2008) El inicio del fin del mito soviético. Editorial El Viejo Topo.

Sintomático de ello es la afirmación de una comerciante en Valparaíso que dijo ir a votar “para obtener su casa propia”. Véase en https://www.meganoticias.cl/nacional/336728-comerciante-valparaiso-elecciones-casa-propia-cgx02.html

La información puede ser corroborada hasta 2019 en https://datosmacro.expansion.com/deuda/japon. En definitiva, Japón es el país más endeudado del mundo.

Véase el capítulo “Japón. Nuevo perro, viejos trucos” en el libro mencionado.

Véase el capítulo I y XXIII del mismo libro para mayor claridad.


Fuente: https://revistaindividuo.cl/ensayos/el-consumo-no-me-consume-chile-ser-la-tumba-del-neoliberalismo

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