Por Raúl Pizarro Rivera
Independiente del inacabable debate - intencionalmente agudizado por el marxismo- sobre el “uso de la fuerza” durante el régimen militar, ningún chileno de mínimo coeficiente intelectual puede desconocer que ése fue el punto de despegue del país desde el Tercer Mundo.
Fue en dicho período en que visionarios expertos en administración y finanzas diseñaron un plan de recuperación y modernización para Chile. Su rápida materialización, a principios del siglo XXI, puso al país al borde del Primer Mundo.
El entonces genuinamente UDI, y que trabajó para el gobierno militar, Joaquín Lavín Infante, escribió Revolución Silenciosa, un texto demostrativo del progreso, del desarrollo y de la actualización de Chile, esto es, el paso desde una nación pueblerina, opaca y mediocre a otra dinámica, fuerte, internacionalizada y que llegó a ser alabada mundialmente por tener la economía más emergente de Latinoamérica.
A este país modernizado, enhiesto y con avances al galope, fue al que prometieron “hacer de nuevo” estos aprendices de gobernantes que todavía nos dirigen. Hoy, el país aguarda volver a brillar, quitándose su actual opacidad, ello a partir de marzo de 2026.
De esa primera reconstrucción nacional post UP -porque ahora vendrá la segunda-, sus autores fueron exclusivamente profesionales vinculados a la derecha neoliberal. Tan notable resultó el plan de modernización, conocido como El Ladrillo, que hasta un socialista como Ricardo Lagos lo continuó y reafirmó, como ministro de OO.PP. y durante su presidencia, ello a través de importantes obras viales y de la monumental Costanera Norte.
Su antecesor Frei Ruiz-Tagle recorrió el mundo, divulgando a un Chile próspero con exportaciones no tradicionales.
A nadie más, absolutamente a nadie más que a la derecha se debe el Chile actual. Su rápido desarrollo del transporte terrestre y aéreo, su explosión inmobiliaria y urbana, el ser foco turístico, la libertad de comercio y las inéditas importaciones sin restricción fueron avances que aquellos visionarios consideraron prioritarios para después del totalitarismo estatista de la Unidad Popular.
En el punto de partida de este fulminante y ejemplar desarrollo, estuvieron presentes casi las mismas personas de la civilidad que a fines de los 80 dieron vida a dos corrientes políticas que durante la (ex) Concertación, constituyeron la derecha opositora a cuatro administraciones consecutivas de una izquierda dominante, con un vagón de cola, la Democracia Cristiana.
Disminuida al máximo durante los regímenes de Michel Bachelet, la DC terminó subiéndose al mismo carro de comunistas y frenteamplistas para no desaparecer, pero, ahora, en un estéril intento de no pagar costos, levantó una candidatura propia presidencial sin destino alguno.
Herida de muerte a finales de los 60 por la fuga de castristas idealistas, la DC jamás pudo sacarse la espina de la penetración marxista de que fue objeto, perdiendo progresivamente su capital humano y sus convicciones fundacionales de demócratas y cristianos. Por lo mismo, la que fuera envidiable mayoría que llegó a dominar el Congreso Nacional, se parceló en diminutos movimientos y fracciones, de las cuales, visiblemente, sólo subsisten dos, Amarillos y Demócratas, que entre ambos tienen poco más de un 2% del electorado. La nada misma.
A excepción de quienes se marcharon para formar fila en la izquierda, los que se quedaron, quienes renunciaron y los que fueron expulsados son todos iguales de sangre y alma, o sea, democratacristianos en estado puro. Históricamente han sido enemigos frontales de la derecha, a la cual le juraron negarle cualquier tipo de gesto de amistad.
Hoy, y es de público conocimiento, existen buenos y fructíferos acercamientos entre RN y Demócratas para materializar un pacto para las elecciones al Parlamento. ¿Cómo se explica que un partido de génesis de derecha se arrime a otro de vaivenes y adorador de la utopía centrista? Hay dos respuestas para ello: una muy ligera, un puerto de vida o muerte para Demócratas, y la otra, muy profunda: la corroedora y creciente penetración de RN por una corriente que fue instalada personalmente por Sebastián Piñera, un democratacristiano por genes, por afecto y por familia.
Su entonces ministro Alberto Espina, llegó a decir, en una entrevista a toda página, que “más temprano que tarde, llegará el día en que RN y la DC seamos uno solo”.
La historia, y está escrito a disposición del mundo, consigna que “Renovación Nacional (RN) es un partido político chileno conservador liberal fundado el 29 de abril de 1987, producto de la fusión de tres grupos de derecha organizados en la década de 1980: el Movimiento de Unión Nacional (MUN), la Unión Demócrata Independiente (UDI) y el Frente Nacional del Trabajo (FNT)”.
Si los militantes de RN -se calculan en 20 mil- no son capaces de hacer respetar las reglas doctrinarias fundacionales, allá ellos, pero en este inminente pacto se pone en riesgo a la candidata presidencial RN/UDI, Evelyn Matthei. A ésta, incluso, parte de la ciudadanía la identifica como heredera del régimen militar, esto es, en una vereda que nada tiene que ver con el fenecido centrismo DC, y siempre colaborativo con la izquierda.
RN y UDI se quemaron ante la población el 2022, tras seguir las contaminadas aguas de Gabriel Boric en su obsesión por agregar un ilegal e inexistente segundo proceso constitucional al ya ampliamente desechado por voluntad ciudadana.
La UDI todavía parece tener tiempo de recuperarse de los efectos de la intromisión del piñerismo en sus filas, porque no le han sido dominados sus cargos directivos, aunque debería inquietarle -y mucho- el que sea dicha casta la que maneje el comando de su militante/candidata.
De concretarse el pacto electoral parlamentario, la nueva coalición centrista tendrá dos opciones para la presidencial, ambas ya proclamadas: Evelyn Matthei y Ximena Rincón, las dos totalmente disímiles en formación y visión política.
Por mucho que se diga que se trata de elecciones diferentes, la tentación está a la mano, y, total, el sufragio es secreto y el centrismo podría aportar más votos. Todo un hito en cuanto a indisciplina partidista.
La derecha, por definición y concepción, no admite el centrismo como algo propio y ni siquiera como alternativa, y así lo está demostrando el devenir electoral en el mundo entero. La identidad ideológica se preserva con firmeza o se pierde una sola vez, pero tratar de combinarla o maquillarla no va con quienes son fuertes y honestos en sus convicciones.
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