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Arturo Ruiz
Director Consejo Creativo de ARTISTAS LIBRES
Licenciado y magíster en filosofía
Master of Fine Arts en Escritura Creatíva


Parece casi baladí hablar de la belleza en días como estos. Estamos en medio de una crisis social y una pandemia que parecen ser problemas mucho más importantes que el arte o la belleza, palabras que hasta principios del siglo pasado se acercaban a la sinonimia, pero que hoy en día parecen estar más lejos que nunca. “El arte es completamente inútil” dijo una vez Oscar Wilde, pero, como bien explicaba Sir Roger Scruton, lo que quería decir era que el valor del arte estaba mucho más allá de la mera utilidad, cosa que parece incomprensible en el siglo XXI. Precisamente por esto, el tema que tratamos es aún más urgente.

Marcel Duchamp fue el creador del ready made, hoy conocido como instalación. Su primer trabajo en esta tendencia fue un urinario expuesto como una obra de arte llamada “La fuente”. La idea de Duchamp era reírse del esnobismo con un acto irónico, sin embargo, lo que en un principio fuera una brillante burla se tomó prácticamente todo el arte. El chiste de Duchamp, como todo buen chiste, es algo que funcionó la primera vez, pero, como también pasa con los mejores chistes, perdió su gracia cuando fue repetido hasta el cansancio. Podemos decir lo mismo de la anti-poesía de Nicanor Parra; como en el caso de Duchamp, Parra ha creado una escuela desde su broma que finalmente ha acabado casi con la poesía chilena. De esto hemos pasado hoy al canto de lo obsceno por lo obsceno y a la exposición de la miseria como baluarte de una condición de oprimido que hoy da mucho estatus. No se trata de la redención de estas cosas por medio de la belleza, como hizo alguna vez el trabajo de Delacroix con obras tales como “La muerte de Sardanápalo”, sino de exponer la basura y la miseria sin mediación alguna.

Scruton afirmó que si un estudiante preguntaba cuál era la utilidad del arte desde el siglo XVIII hasta la primera mitad del XX, cualquier profesor le hubiera contestado que servía para crear belleza. Esta belleza, en aquellos años, no necesitaba justificación porque se la entendía de la misma estatura que la moral, la verdad o lo sagrado. Podríamos repasar las nociones platónicas o aristotélicas de la misma, sin embargo, bástenos con decir que para ellos era una forma de presentación de la verdad y era lo mismo que ella. Agreguemos, para no pecar de excesiva brevedad, que Platón la consideraba como la puerta a un mundo más perfecto y mejor que este. Ese mundo se transformaría en Dios con el advenimiento del cristianismo, sin embargo, descubrimientos como los de Galileo, Copérnico y Newton parecieron sacar a Dios del mundo: la Tierra ya no era el centro del universo, tampoco lo era nuestro sol y todo lo explicaba una fuerza reductible a ecuaciones mecanicistas. Como dijera Laplace a Napoleón, al presentarle su maqueta del sistema solar, Dios “no fue necesario en el modelo”.

Este es el proceso conocido como la “muerte de Dios” en la filosofía de Nietzsche. Un hecho que en su pensamiento dista mucho de ser el acontecimiento gozoso que celebran anarquistas de diversa índole, sino que más bien representa la tragedia de la pérdida del sentido. Para solucionar esto, era que los hombres superiores debían elevarse a la categoría de superhombres y ser capaces de construir su propio sentido en un universo vacante. Salvo por algunas honrosas excepciones, como lo sabía el propio Nietzsche, esto no ocurrió y todavía seguimos esperando el mediodía de su aparición.

En este sinsentido en que se ha vuelto el mundo, muchos, como el propio Nietzsche, miraron a la belleza y al arte como las materias primas en la construcción de un nuevo sentido, sin embargo, esto rápidamente fue instrumentalizado por diversos pensadores para la creación de un paraíso en la tierra que se reveló como infierno. El realismo socialista fue el primer intento de usar el arte para defender una ideología, más tarde, el deconstructivismo transformaría la basura (literalmente) en arte, con el objeto de “democratizarlo”. En mi experiencia personal, he visto llamarse poetas a los autores de los más impresionantes mamarrachos y he sido testigo de cómo muchos de ellos se han transformado en celebridades. No voy a mencionar sus nombres, pues al parecer ya tengo demasiados enemigos. En una paradoja incomprensible, han vuelto el arte en un rescate de identidades y dignidades colectivistas, que pierden y que anulan al individuo en estas identidades grupales. La experiencia personal del disfrute de la obra de arte e incluso la experiencia de su producción son hoy colectivas, mientras que la personalísima experiencia de la contemplación parece haber desaparecido del discurso público. No es tan extraño. Hay demasiadas fuerzas que no requieren de individuos iluminados ni conscientes de sí mismos. En una primera mirada, surgen inmediatamente las fuerzas insurreccionales que necesitan de hombres-masa dispuestos a sacrificar existencias sin valor por un supuesto ideal para todos, pero, en una segunda mirada, también está el capital que requiere de consumidores dóciles dispuestos a comprar todo lo que el centro comercial tiene para ofrecer. Un tercer nivel en esta contemplación nos revela la asombrosa y paradojal realidad de que ambos, el consumidor y el insurrecto, son muchas veces la misma persona. Ello explica las delirantes consignas revolucionarias que se ven en redes sociales acompañadas de la nota “enviado desde mi iPhone”.

Recurriendo nuevamente a mi propia experiencia, he visto incluso como artistas de calidad suprema sucumben a este modelo colectivista. Hablando con ellos, me he dado cuenta de que están enterados en parte de su traición a sí mismos, pero, en algunos casos, el calor “cariñoso” de la multitud, unido a un oportunismo más o menos consciente son más fuertes.

El caso de la modesta cultura popular es elocuente: en la gran mayoría de las radios aún se escucha la música de los ochenta y noventa. A primera vista, parece ser que la potencia creativa de las generaciones presentes se hubiera agotado, a no ser para entender como obra de arte el destrozo de la Plaza Baquedano, convertida en “Plaza de la Dignidad”, a fuer de llenarla de desperdicios tanto orgánicos como inorgánicos. Sin embargo, una segunda lectura nos revela que esto no es así. Diversos intereses tales como los medios de comunicación y la gran empresa no desean que el hombre llene el vacío de sentido de la manera trascendental que ofrece el arte. Esto porque un hombre que ha encontrado su propio lugar en el mundo no correrá tras la nueva bandera revolucionaria ni a comprarse el próximo celular de moda. Es por ello que Hollywood parece ahogar su propia creatividad y nos bombardea con remakes de clásicos a los que arruina en cada nueva versión con visiones “progresistas”.

La potencia creadora del hombre no se ha extinguido, sino que brilla con el mismo poder original. Incluso en Chile, que tiene una tradición centenaria de “chaqueteo” y menoscabo de todo aquel que se salte la norma dictatorial de la medianía. Los creadores siempre son pocos, pero cuando los espectadores son confrontados a nuevas creaciones de calidad, podemos observar en ellos el cambio en su expresión por el hecho de haber sido sobrecogidos, es decir, cogidos para ser llevados a regiones superiores a la existencia común. La izquierda alguna vez denunció a la industria cultural como una forma de ideologizar para la mantención del estatus quo, sin embargo, tras los análisis de Adorno Y Horkheimer, en vez de corregir el vicio que denunciaban, usaron a la industria cultural para vender su propia ideología, lo cual además les reportó pingües ganancias en forma de entradas al cine, suscripciones a plataformas y venta de libros. Todo esto mientras seguían diciendo que el capitalismo era maligno desde sus mansiones en Beverly Hills y otros lugares. La única forma de mantener su hegemonía sobre la cultura fue cerrar la puerta a nuevos creadores que no estuvieran dispuestos a venderse o a creer verdaderamente en su discurso. Pero la potencia creadora de los individuos no sigue las reglas de la política. Acaso, como pensaban los antiguos, el genio no sea el artista mismo, sino un espíritu que lo posee o le susurra y que le permite la contemplación de otro mundo desde el que obtiene las visiones que son la materia prima de su arte. No tengo la respuesta a esto, pero sí puedo saber que la potencia creadora se encuentra aquí y que, gracias a la Internet, que ha sido el vehículo tanto de verdades como de mentiras, se manifiesta. Esto, sin embargo, no es suficiente. Si el artista no puede, a través de su arte, nutrir al hermano asno, esto es, a su cuerpo, su familia y sus necesidades fundamentales, prontamente se verá obligado a dejar su arte, lo que muchas veces es equivalente a dejar la vida, como si su genio le retirara de un mundo que no le merece.

La pérdida prematura de cada uno de estos seres es una tragedia para la humanidad toda, porque el artista no sólo se libera como individuo en la producción de la obra de arte, sino que también y sobre todo es capaz de llevar a quien la contempla con una mente abierta a encontrarse consigo mismo, y quienes se conocen a sí mismos no se suman a las masas inconscientes para defender la más absurda de las banderas ni corren a comprar la última novedad de Apple.

Alguien alguna vez me dijo que tal vez nuestro destino como especie no era otro que desaparecer. Ante tal proposición, a pesar de mi propio pesimismo, respondí que esto no era posible, porque el universo no tenía sentido, si no había nadie que leyera “La Ilíada”. Si el encuentro del propio lugar en el mundo y del sentido de la propia existencia no son cuestiones de suma urgencia, no imagino entonces qué pueda serlo.

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