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Sylviane Agacinski nos urge a repensar el feminismo y razonar los derechos reales de la mujer en la vida pública. Entre los argumentos que deja sobre el tapete, reflexiona sobre los beneficios que obtuvieron los grupos homosexuales de la lucha feminista y cómo las mujeres perdieron más de lo que ya habían ganado.

«Se nace niño o niña, nos convertimos en hombres o mujeres», propone Agacinski al inicio de Política de sexos, para resumir así su intención. Tal diferencia exige el reconocimiento de la mixitud de la humanidad: mezcla de dos elementos, hombre y mujer. Todo el texto es una profunda y, en ocasiones, cruda reflexión sobre un tema generalmente trivializado, el papel y los derechos de la mujer en la vida pública tomando como base lo más característico de ella: su fecundidad y maternidad, con su consecuencia obligada, la labor doméstica. Si no se reconoce esa identidad femenina ni el valor del trabajo familiar, tampoco se podrá exigir al varón el deber de colaborar en las tareas del hogar y no sólo en su mantenimiento pecuniario. Únicamente desde la perspectiva de la mixitud, las mujeres tienen posibilidad de superar la sumisión.

Agacinski, además de iniciar un debate entre Simone de Beauvoir, uno de los grandes mitos del feminismo, y Aristóteles, supuesto misógino, en el que pone de manifiesto la discusión metafísica sobre la concepción sartreana de libertad que fundamenta el clásico Segundo sexo, argumenta a favor de la reivindicación de los derechos de la mujer sobre la base, en buena medida, de la naturaleza humana, refrescando un tema demasiado ideologizado.

«La diferencia sexual, siendo tan universal, no define en absoluto qué papel juega la organización práctica de las relaciones humanas. No implica en sí misma ninguna institución particular, ninguna segregación, ninguna jerarquía de ningún orden —económico, social, político, religioso o cualquier otro—. El firme cimiento de las diferencias anatómicas y fisiológicas sugiere, en rigor, unos tipos de comportamientos (…) pero no puede programar nada que sea de orden social, jurídico o institucional» (p. 141).

En principio, esta diferencia aparentemente establece una igualdad de los sexos: ambos componen el género humano. Sin embargo, en la vida real, la práctica de esta igualdad no se ve realizada como ese en principio parecería marcar. Las razones son múltiples, pero —de nuevo, en la práctica— es evidente que queda mucho androcentrismo. Bastaría observar el número de mujeres elegidas para cargos públicos o que ocupan puestos directivos en la empresa y el ámbito cultural.
La historia de la lucha de las mujeres por conseguir una equidad frente al varón es larga. En los dos últimos siglos se ha tornado más notoria, pero los frutos, aunque significativos, aún están lejos de ser halagüeños. Esta lucha ha recibido el nombre de feminismo, y fue dado por sus mismas promotoras. El feminismo ha tenido distintos niveles y momentos, llegando incluso a posiciones violentas. Lo más llamativo es que las posturas más agresivas han dañado a la propia mujer.
Desde sus orígenes, el feminismo se orientó en dos direcciones: la igualdad ante el hombre, por una parte, y la consecución de los derechos civiles, por otra. Frecuentemente ambas líneas iban de la mano, las lideresas buscaban objetivos definidos: el derecho al trabajo profesional hasta entonces masculino o el derecho a votar y ser votadas (participación política). A la vez, el feminismo ha tomado distintos colores según sea anglosajón o latino (especialmente francés).

El feminismo contra la mujer

Simone de Beauvoir, protagonista indiscutible, profunda pensadora y expositora del ideal femenino, basó su lucha a favor de la mujer en un combate contra su propia naturaleza, en la emancipación de ella. Su reflexión es previa al descubrimiento de los anticonceptivos modernos, por lo que veía como enemigo declarado el confinamiento femenino a la maternidad y sus consecuencias, así como la argumentación masculina basada en esas «limitaciones» naturales: «la mujer está hecha para el hogar». Frente a la necesidad natural y la enajenación carnal del cuerpo femenino, propugnó por una libertad emancipadora. Le Deuxième Sexe trajo ideas nuevas, ayudó a alcanzar una mayor bonanza e incluso independencia económica para las mujeres. Sin embargo, su lógica concibió la emancipación de las mujeres a partir de la negación de la identidad sexual, resaltó los valores viriles y adoptó modelos masculinos a costa de negar las diferencias femeninas y, por tanto, su identidad; a costa de infravalorar lo femenino y desvalorizar los atributos de la maternidad: «la vergüenza de lo femenino ha rondado el feminismo» (p. 52).
Para Simone de Beauvoir el hombre había reducido a la mujer al carácter de objeto: el varón sería actividad, la mujer, pasividad. El Segundo sexo buscó acabar con la idea objetivizada de la mujer, trató de liberarla convirtiéndola en «sujeto». La lógica de la mirada sartreana se encuentra presente en este combate. Nadie puede ser sujeto si antes es convertido en objeto por una mirada ajena, la mirada de un sujeto. O se es sujeto o se es objeto.
La lucha de la francesa, al basarse en la lógica sujeto/objeto, acepta la jerarquía varón/mujer, actividad/pasividad. Muestra clara es que sostiene la diferencia sexual con la adopción de la supuesta desventaja femenina por su función biológica, la maternidad. Ésta había sido la postura masculinizante del género humano. El Segundo sexo la acepta y enfoca todas sus baterías en contra de la naturaleza enajenante, plantea como real esa función biológica por la cual la mujer quedaría descartada a priori de la vida pública.
Pero, «de hecho no existe ninguna razón para que la fecundidad femenina, que constituye el principal carácter diferencial entre mujeres y hombres, represente un handicap y "justifique" la marginación de las mujeres en el interior de las estructuras opresivas. No existe razón sino el efecto de una violencia interpretativa ejercida por el otro sexo y asociado a una dominación de hecho» (p. 53).
Simone de Beauvoir niega la diferencia y menosprecia lo más propio de la mujer. No comprendió cuál ha sido la misión esencial confiada a la mujer y, con ésta, su ventaja sobre el varón: su maternidad y fecundidad que, no sólo la distinguen del hombre, sino además le conceden el nada despreciable poder de dar descendencia a los dos sexos.
La mujer no es más mujer porque acepte la cosmovisión masculinizante. Lo es porque reconoce y acoge su diferencia, la fecundidad y la maternidad, «una de sus posibilidades más hermosas y gratificantes» (p. 54). Es necesario confesar que «la fecundidad, verdaderamente, no tiene un lugar en este sistema moderno de valores. No fabrica mercancías y no aumenta los recursos. Más grave todavía: no desarrolla la "actividad" y, por tanto, no da a las mujeres ninguna experiencia de la libertad [sartreana]» (p. 57). El mundo moderno y sus valores se olvidan de que la verdadera libertad la constituye la posibilidad de pensar y de actuar con o sin la necesidad natural. Los límites naturales no son necesariamente negación de la libertad humana: mi estatura física no niega mi libertad, como el estrabismo de Jean Paul Sartre tampoco negaba la suya.«La maternidad y la paternidad son posibilidades humanas esenciales y con frecuencia resulta doloroso estar privado de ellas (…) Traer al mundo un niño, y educarlo, desde su más tierna infancia, implica siempre, para los seres humanos, la cuestión suprema del sentido de la existencia» (pp. 58-59). El feminismo beauvoiriano no vio, como tampoco gran parte del feminismo anglosajón, la trascendencia de la fecundidad: por ella nos despreocupamos de nuestra corta duración y nos preocupamos del futuro de la humanidad. «El niño es a la vez lo mismo que aquellos que lo han engendrado, y es otro. Él difiere, por su singularidad, de todo hombre y de toda mujer. Por esta razón cualquier nacimiento es un acontecimiento absoluto» (p. 61).
El concepto de libertad como contraria a la naturaleza y su consecuencia, la denigración de la maternidad, son sólo dos de los temas beauvoirianos que Agacinski discute a fondo. Aún hay otros. Estos bastan para ver la profundidad y valentía de la autora, quien afirma: «Simone de Beauvoir es aún en tanto que filósofa la nieta de Platón: ella no mezcla el espíritu y la carne» (p. 66). Por tanto, «las mujeres quisieron liberarse de la alienación histórica y de la alienación natural, no con su fecundidad sino contra ella» (p. 68).

Feminismo y movimientos homosexuales

Me he detenido en el argumento que considero clave en este libro. Tanto Simone de Beauvoir como Sylviane Agacinski son filósofas. Ambas abordan los temas con profundidad. Lástima que la primera se viera tan influida por su pareja de toda la vida, Sartre, pues eso le impidió descubrir la raíz del dominio masculino.
Agacinski pone en la mesa de discusión dos puntos más que han impedido un ulterior desarrollo de los derechos de la mujer. Por una parte, la relación que se estableció entre el primer feminismo y las llamadas reivindicaciones homosexuales. Por otra, la visión universalista del varón.
Para comprender el primer punto —y en general todo el texto— es necesario volver a la frase con que da principio el libro: «se nace niño o niña, nos convertimos en hombres o mujeres» (p. 15). Este planteamiento es una toma de partido. Agacisnki desea reivindicar la naturaleza, la realidad tal cual es: «la especie humana se divide en dos, y solamente en dos, como la mayoría de las otras especies. Esta división, que es la de todos los seres humanos, sin distinción, es ya una dicotomía o, dicho de otra manera, todo individuo que no es mujer es hombre y todo aquel que no es hombre es mujer. No existe una tercera posibilidad» (p. 15).
A partir de los años cincuenta y sobre todo los sesenta, los movimientos homosexuales se unieron con éxito al feminismo. Fueron ellos quienes recibieron los beneficios: un grupo pequeño se fortaleció con la lucha de la mitad del género humano, y fueron ellas las perdedoras. Al establecer un paralelismo entre la lucha gay y el feminismo, se buscó una especie de asexualidad (aspecto que perdura en ciertos ambientes feministas) o, como se le llama hoy, la propuesta de género según la cual cada individuo sería libre de elegir su opción sexual. Este planteamiento, de acuerdo con Agacinski, va en contra de la mujer porque le hace perder su identidad. Para alcanzarla es preciso reconocer que sólo existen dos sexos: el masculino y el femenino. «El hombre y la mujer no están definidos solamente por caracteres innatos, sino por el hecho de que pueden ser, o lo son, padre o madre» (p. 89).

Lucha de identidad

El intento que hace la autora por no afectar demasiado a los gay le lleva a distinguir entre la naturaleza, el goce erótico y la fecundidad. Admite que la humanidad es naturalmente heterosexual. En cambio sugiere que en la relación con el otro, el deseo de ese otro, generalmente y de manera exclusiva es por el «hetero», es decir, el del otro sexo; pero según ella puede haber excepciones (que confirmarían la regla) por el «homo», es decir, desear sólo al del mismo sexo.
El planteamiento se fundamenta en lo que ella llama «la elección del objeto sexual», que podría ser generalmente del otro sexo y en menor número del mismo. Subrayo la palabra objeto porque me sorprende que después de haber puesto en evidencia las limitaciones del feminismo de Simone de Beauvoir, por su dependencia de la lógica sartreana de la mirada objetivante (sujeto vs. objeto), trate de establecer la posibilidad natural del homosexualismo por la elección de un objeto amoroso. La relación entre hombre y mujer, cuando es llevada a su plenitud, concluye en la relación amorosa. Pero equiparar esa relación heterosexual con la homosexual por elección del objeto amoroso como si éste fuera natural o elegible más allá de la determinación (ya declarada) por la que la humanidad se divide en dos sexos, y solamente en dos, es tratar de salvar a una «minoría» (como ella misma la llama) buscando un subterfugio, sin percatarse de utilizar la misma teoría criticada: la sartreana de la pugna entre naturaleza y libertad. Es decir, volvemos a caer en la rechazada lógica de El Segundo sexo. Como la fecundidad pertenece a la relación hombre-mujer, pero no aparece en la relación de los y las homosexuales, quedaría soslayado un obstáculo natural. La paradoja aparece cuando estas «parejas» reclaman un pretendido derecho a «tener» hijos (artificial y subrogadamente).
La aceptación y defensa de la «pareja homosexual» se funda en una serie de argumentaciones profundas pero, sobre todo, confusas y sofistas. Porque la defiende a la vez que establece un veto a unir la lucha homosexual con la defensa de los derechos de la mujer: «al revés de ciertos acercamientos que con mucha frecuencia han realizado ciertas corrientes del feminismo, tanto en Francia como en Estados Unidos, en general la causa de las mujeres difiere de la de los homosexuales y de la de las homosexuales, por el solo hecho de que las mujeres no pueden definirse como una minoría (…) En último término, nos podemos preguntar si la categoría "homosexualidad" no se convierte en una pantalla frente a aproximaciones menos simplificadoras de la vida sexual» (p. 97).
Para la lucha de las mujeres es indispensable fijar su identidad. Pero la autora no tiene inconveniente en que otros (los y las homosexuales) hagan otra cosa mientras no traten de identificar su lucha con la de ellas. Y, al concluir este análisis, se ve orillada a cuestionar los fundamentos y exigencias de simetría entre la supuesta identidad «homosexual» y la «heterosexual»: sin esa identidad «heterosexual», las reivindicaciones de la mujer se ven afectadas por una concepción asexuada del individuo humano que termina por favorecer un androcentrismo práctico. ¿Cómo defender entonces a las «parejas homosexuales» y sus «derechos»? Parece que aquí finalmente triunfa la postura ideológica sobre el análisis crítico racional.

Dominio masculino disfrazado

Muy distinto es el carácter de la crítica al «universal masculino». En efecto, cuando se habla de la especie humana, por lo general nos referimos a ella con el concepto universal de hombre. Pero esto es una abstracción que concluye en la referencia conceptual y real a un individuo asexuado, es decir, se pierde la diferencia y, por tanto, la distinción entre los derechos de los varones y de las mujeres. Ejemplifiquemos con los derechos laborales: es evidente que el varón no requiere del derecho de maternidad, pero hay otros aspectos que no son tan evidentes, como la necesidad de reconocer el papel laboral de la mujer en el hogar y su peculiar remuneración. En la práctica, pues, si no reconocemos una humanidad dividida en dos sexos, termina por dominar un androcentrismo más o menos implícito. O bien un asexualismo que también conduce al dominio masculino, como lo muestra la filosofía platónica: es preferible ¾ dice Agacinski¾ la supuesta misoginia aristotélica, pues ésta sí reconoce la diferencia y con ella la identidad femenina, que es la única forma de luchar por la igualdad de derechos.
¿Cuál es la solución? ¿La igualdad? Es preciso tener mucho cuidado, establecer la igualdad legislativa puede convertirse en una desigualdad de hecho. Por eso es necesario reflexionar sobre la posibilidad de establecer una ley de paridad de la mujer en la vida pública: unas cuotas de cargos para ellas, mientras se consigue la igualdad de hecho. Siempre se corre el riesgo de caer en una discriminación positiva: por exigir esa cuota se excluye a los otros, en este caso hombres, de la posibilidad de ocupar esos puestos que deberían obtenerse por méritos propios y no por su pertenencia a un sexo.

Ignacio Ruiz Velasco Nuño

Fuente: http://21generismo.blogspot.com/2009/10/7-feminismo-y-derechos-de-la-mujer.html

 

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