Imprimir

8 septiembre, 2020 

 

 

 

 

 

Vanessa Kaiser
Acádemica Universidad Autónoma


El proceso constituyente ha nacido de un asalto al poder por parte de un sector que, habitando al interior del Estado, se ha organizado para no respetar la elección democrática de un gobierno que no sirve a sus intereses.


Muchos somos los que aún miramos la historia reciente y nos quedamos con la sensación de no entender qué sucedió desde el 18 de octubre en adelante. La violencia desatada, aún carente de un rostro identificable, cumple con el norte que hay que seguir, según dice Fernando Atria en su libro La constitución tramposa: “Buscar creativamente formas de acumulación de poder que no alcancen a ser percibidas por el derecho […] construir la magnitud política necesaria volando bajo el radar del derecho.” Y es del todo evidente que, con o sin autoría intelectual, el anonimato de los revolucionarios que se coludieron para destruir con combustibles y acelerantes 136 estaciones de metro y los centros neurálgicos de todas las ciudades de Chile demuestra que estamos ante una magnitud política que escapa al radar de la institucionalidad. Pero, además, logró su objetivo: liquidar la Constitución en un contexto institucional que, según Atria, neutraliza la voluntad del pueblo. No pretendo atribuir al “cerebro del FA” la autoría intelectual de los hechos que terminaron en una hoja en blanco y en una acusación constitucional para destituir al presidente democráticamente electo. Pero, qué duda cabe, cuando el río suena es porque piedras trae y al menos se hace necesario reconocer cierta influencia de este tipo de ideas en lo que, para no pocos, ha sido un golpe de Estado.

Es muy probable que muchos descarten la tesis del golpe de Estado para explicar lo que ha venido sucediendo. Ello debido a la idea de que tendríamos que observar, en el asalto al poder, a organizaciones bien articuladas, como sucede con los golpes dados por las FF.AA., una facción política o grupos subversivos poderosos de larga data en la vida común. Sin embargo, la estasiología (rama de la sociología política) nos abre otras dimensiones desde cuya óptica se observa, sin mayor dificultad, que el proceso iniciado el 18 de octubre puede analizarse como como un golpe de Estado, pero de guante blanco. Profundicemos.

El Estado es un conjunto de personas con conciencia de clase que monopoliza la coerción y despliega su fuerza sobre los demás miembros de la sociedad. Su poder radica en que ellos están organizados y tienen a su disposición los medios violentos que obligan a los ciudadanos dispersos a obedecerles. Dentro del Estado hay cuatro grandes grupos que son permeables entre sí y comparten el ejercicio del poder para responder tanto a sus intereses ideológicos como permitir la extracción de recursos que, siempre, los ubica en la cúspide de la riqueza y/o los privilegios. Hablamos de los políticos, los altos cargos de la administración pública, los grupos económicos asociados a la clase política y el aparato comunicacional que nutre el discurso hegemónico. Ellos son permeables entre sí y, aunque tengan diferencias ideológicas y estén siempre en pugna por capturar mayores porciones de poder, frente al ciudadano y su demanda por transparencia, eficiencia y vocación pública, actuarán en comunión con los de su clase. En otras palabras, es la conciencia de clase que comparten los cuatro grupos del Estado lo que Nicanor Parra resumió con la frase “en Chile la izquierda y la derecha unidas jamás serán vencidas.”

Cabe preguntar entonces qué sucede con esta clase política cuando se produce un golpe de Estado y cuál es la diferencia con una revolución. Resumiendo, podemos decir que estamos frente a un golpe de Estado cuando hay un cambio en la relación de fuerzas de los grupos que componen la clase política. Por ejemplo, cuando los militares, parte de la administración pública, reemplazan al gobierno de turno. Distinto es el caso de la revolución, en cuyo marco grupos externos al sistema, que no han participado de la repartija de recursos ni ejercido la fuerza sistemática sobre los demás ciudadanos, reemplazan por completo a la élite política. El golpe de Estado puede o no ser violento, mientras la revolución siempre lo es.

En el marco hermenéutico propuesto, es posible responder a la pregunta de si Chile está en un proceso revolucionario o, más bien, se trata de un golpe de Estado, cuyos ejecutores vendrían de la misma clase política y su mano sería invisible gracias al guante blanco que la viste. ¿Qué piezas del ajedrez político han movido desde el estallido? Podemos contar, al menos, con cuatro grupos. Los revolucionarios anónimos que destruyeron coordinadamente el metro y varias ciudades, la Primera Línea aún libre de polvo y paja, el narcoterrorismo integrado por “colegas” de ministros y el aparato comunicacional hegemónico, donde los medios y diversas organizaciones sociales- desde el INDH hasta los sindicatos- repiten sin matices el discurso que beneficia a los golpistas.

Como, por sí solos, ninguno de estos grupos es capaz de destruir la institucionalidad vigente, podemos descartar la idea de una revolución. Pero, si visibilizamos los movimientos de la mano golpista, podremos confirmar la hipótesis del golpe de Estado. Basta con plantearse un par de interrogantes para darse cuenta. ¿Qué hubiera pasado a los revolucionarios anónimos si Chile hubiese contado con un sistema de inteligencia eficiente? Ya no tendrían el fuero que los protege y todos sabríamos lo que sucedió. ¿Y si, como en cualquier país del mundo, carabineros hubiera tenido la capacidad para actuar frente a la Primera Línea y, los tribunales, el interés por mantener el orden público? Estarían todos presos por, al menos, diez años. También podemos preguntarnos por la libertad de prensa y expresión, mientras observamos que el supuesto cuarto poder, tan importante en una democracia, se las ha jugado, sin matices, no sólo por la hoja en blanco y el proceso constituyente que promete una porción más grande de la torta a sectores golpistas. Además, ha sensibilizado a los ciudadanos victimizando a los victimarios al punto de haber sido presentados como héroes en el escenario del festival de Viña en una performance del absurdo que, en lugar de hacer reír, legitimó la violencia.

En vistas al análisis realizado podemos concluir que el proceso constituyente ha nacido de un asalto al poder por parte de un sector que, habitando al interior del Estado, se ha organizado para no respetar la elección democrática de un gobierno que no sirve a sus intereses. De ahí el desmantelamiento de la red de inteligencia, la deslegitimación de toda autoridad (empezando por carabineros), el evidente activismo de ciertos actores en el Poder Judicial, la captura de la agenda por parte de la extrema izquierda y la impunidad total a quienes destruyeron nuestra vida común. El plan lleva varios años en ejecución: “vamos a hacer estallar las estructuras del poder”, me dijo hace ya tiempo un personaje relevante. Y, aunque no hubiesen sido más que los afiebrados deseos de un izquierdista ávido del poder total, es imposible negar que, desde octubre en adelante, sus palabras cobraron un nuevo significado.

Fuente: https://ellibero.cl/opinion/vanessa-kaiser-asalto-al-poder/

.