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Juan Ignacio Piña Rochefort


“...las abundantes normas aprobadas muestran una estructura latente y una clara orientación que, más allá de humanas esperanzas, dan cuenta de que la suerte está más bien echada y que su trabajo está concluido en más sentidos de los que hemos estado dispuestos a asumir."


El argumento de que es un despropósito anunciar la voluntad de aprobar o rechazar un texto de Constitución aún en redacción, ha parecido razonable durante un largo período. Como regla general, nadie de buena fe podría discutirlo. Sin embargo, el estado actual del proceso constituyente permite ya desafiar la vigencia de esta máxima. Y ello porque las abundantes normas aprobadas muestran una estructura latente y una clara orientación que, más allá de humanas esperanzas, dan cuenta de que la suerte está más bien echada y que su trabajo está concluido en más sentidos de los que hemos estado dispuestos a asumir. De alguna manera, es como cuando en una elección no se han escrutado todas las mesas, pero el resultado es ya indiscutible.

Y es que el espíritu del texto ya es el que es. Y los que se sientan cómodos pueden anunciar su aprobación de igual manera que pueden anunciar su rechazo aquellos que ya no están disponibles para lo que se propone, aunque hayan votado convencidos por el Apruebo y sigan convencidos de la necesidad de una nueva Constitución.

A modo de ejemplo, la discrepancia sobre el otorgamiento de un sistema de justicia paralelo a los pueblos originarios, que genera discusiones técnico-jurídicas acaloradas, tiene como antecedente subyacente una lógica ya aprobada por el pleno de “plurinacionalidad” que les otorga a esas múltiples naciones “autonomía y autogobierno”. La justicia paralela es solo un episodio de una toma de postura de mucho mayor calado y llena de consecuencias.

Por otro lado, la eliminación de un órgano como el Senado, no se explica solo por una controversia orgánico-constitucional ocupada de la calidad y oportunidad legislativa, sino por la aspiración de establecer un modelo que concentra en una única cámara política la posibilidad de legislar sin contrapesos. Los que han estado cerca de la tramitación legislativa saben —baste ver el nivel de la discusión actual sobre el quinto retiro— que de la Cámara de Diputados suelen salir adefesios legislativos relevantemente corregidos en segundo trámite. Pero además, y sería ingenuo no reparar en ello, subyace la intención de contar con una cámara que replique el funcionamiento de la actual Convención (que en algunos imago mundi se aparece como epítome de la democracia), pero sin limitación de quorum ni plebiscitos de salida que ofrezcan alguna resistencia.

Otro tanto ocurre con la propuesta de forma de Estado. No se trata de un fortalecimiento regional que ayude a superar el lastre centralista que tiene nuestro Estado unitario; se trata de una desintegración política, administrativa y financiera, en que ni siquiera se gestionan los intereses territoriales y competencias transferidas y donde cualquier visión holística e integradora, anatema sea. Como si los adjetivos solucionaran las cuestiones concretas, la declaración de que los territorios obrarán solidaria y coordinadamente es de una tierna ingenuidad. Basta un breve paseo por los consejos regionales para ver cuánta solidaridad y coordinación podría esperarse interregionalmente.

Detrás de la discusión sobre el Consejo de la Justicia (o los propuestos para dirigir el Ministerio Público y la Defensoría Penal), más que la discusión sobre la gestión disciplinaria y económica de la judicatura o dirección de otros órganos, se consagra un mecanismo de injerencia política insoslayable y alarmante, tanto en los nombramientos como en las calificaciones y eventuales remociones. Si el sistema actual necesita revisarse intensamente, el propuesto profundiza aún más este riesgo y desatiende conocida experiencia comparada que no parece necesario replicar. Y el problema no es que exista un Consejo de la Magistratura, eso podría funcionar bien, es la participación de la cámara única y de los funcionarios judiciales en el nombramiento de sus integrantes.

La lista podría seguir, pero baste terminar con las propuestas de sistema político. Porque las normas que se han ido aprobando salpicada y sufridamente no se explican solo por descoordinación o falta de diálogo. Tampoco se resumen en un concreto “presidencialismo atenuado” o “bicameralismo asimétrico” (esto último, en el estado actual de las normas ni siquiera es verdadero), lo latente es la intención de replicar un asambleísmo con escasos contrapesos, sin quorum e infiltrado en el nombramiento de autoridades. La cámara de regiones está pensada precisamente para que no pueda servir de contrapeso a la asamblea de diputados. Y especialmente si se confirma a los diputados la facultad de legislar con compromiso de recursos fiscales, las consecuencias serán evidentes.

La comisión de Armonización tampoco será, ni puede ser, una instancia de enmienda. Los que han participado de procesos codificadores saben que el trabajo de adecuación/armonización es horriblemente exigente y riesgoso, bien de alterar las voluntades iniciales o de quedarse en mera cosmética. Nada distinto puede ni debe salir de ahí. Pero de nuevo cabe una pregunta, ¿por qué en la comisión de Armonización los pueblos originarios tienen casi el 20% de la integración reservada (7/40) cuando en la Convención tienen poco más del 10% (17/155)? Pues, porque no es un problema de números, es la estructura latente y porfiada que orienta las decisiones a veces hasta la irracionalidad.

Por eso la cuestión ya no está en las normas, está en el entramado subyacente que las informa, en la lógica que hay detrás. Y esa ya está, no hay ni tiempo ni instancias para que cambie, aunque muchos fervientemente lo hubiéramos querido.

Fuente: https://www.elmercurio.com/blogs/2022/04/17/97283/la-elocuencia-de-lo-latente.aspx

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