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José Rodríguez Elizondo

 


“…solo un comando centralizado, que la historia individualizará, explica la sistematicidad, eficiencia y amplitud de la violencia que sufrimos…”.


La consigna formal del viernes 18 fue “evade”. La consigna real fue “destruye”.

Tras la primera se alinearon los estudiantes y otros indignados, todos afectados por la mala calidad de sus vidas (léase salarios, pensiones, salud, servicios malos y caros, calidad precaria de la educación). Estos actores son muchos.

Tras la segunda consigna se alinearon las fuerzas de choque de quienes, desde la política informal, buscan terminar con el gobierno vigente (opción maximalista) o desestabilizarlo (opción minimalista). Estos actores son pocos.

Con base en esos protagonistas altamente diferenciados, se montó en Chile un viejo escenario sociológico: una minoría coherente que arrastra a una mayoría inorgánica, trocando la buena fe de los evasores en la fe mala de los destructores.

A partir de lo señalado podemos plantearnos tres preguntas básicas.

¿Hubo espontaneidad en el inicio del fenómeno? El “espontaneísmo” fue una ilusión: la de que se podían soslayar las instituciones de manera pacífica. Las razones son muchas pero, por economía de espacio, cabe reducirse a la más obvia: el chileno medio ya no percibe a los políticos como sus representantes legítimos. Resiente que, gracias a su voto, tienen un nivel privilegiado de vida y pertenecen a una clase aparte.

Tal reducción a lo obvio es ignorada por casi todos los políticos. Ensimismados en su estatus, crean clientelas, prefieren el celular a la asamblea, se exponen a la farándula, se engolfan en trifulcas detestables, soslayan los debates de interés nacional y aceleran la polarización. Para ser “rostros” renunciaron al liderazgo social genuino y, como resultado, la democracia hoy depende menos de ellos que de la apoliticidad de los militares y la probidad de los jueces… que tampoco son de palo.

¿Qué rol jugaron los estudiantes? Según teóricos de la violencia, como George Sorel, los políticos “progresistas” tienen como límite la acción insurreccional, pues afectaría su estatus. Por eso, las organizaciones extremistas recurren a políticos desplazados, a las “clases peligrosas” y… a los escolares. Según el guerrillero brasileño sesentista Carlos Marighella, “las fuentes de reclutamiento comienzan por los estudiantes”.

Esto obedece a que, por su condición etaria e intelectual, los estudiantes son tan hipersensibles a las injusticias (evasores), como proclives a las soluciones drásticas. Es la condición dual que ayer los llevó, en Chile, a luchar por la democracia y hoy a servir como desaprensiva vanguardia a quienes buscan liquidarla.

Haciéndolo reflejan su circunstancia: un déficit educacional arrastrado, la mistificación de las revoluciones históricas, la intolerancia hacia quienes piensan distinto y la falta de coraje —o la complicidad— de demasiadas autoridades educacionales.

Por cierto, tal circunstancia solo podrán asumirla cuando dejen de ser estudiantes.

¿Quién coordinó a los destructores? Solo un comando centralizado, que la historia individualizará, explica la sistematicidad, eficiencia y amplitud de la violencia que sufrimos.

Ese comando supo levantar una estrategia con base en el viejo lema anarco “tanto peor, tanto mejor” y hacerla operativa gracias al malestar ciudadano, la neutralidad benévola de algunos políticos, el sesgo opositor de algunos informadores, la debilidad coyuntural de la policía, el renovado distanciamiento entre políticos y militares y la energía de los estudiantes.

Además, supo decodificar lo que está sucediendo afuera: la crisis del Presidente de Ecuador, Lenin Moreno, tras suprimir el subsidio a los combustibles; la popular disolución del Congreso peruano, dispuesta por el Presidente Martín Vizcarra; el eventual retorno del peronismo, que grafica el fracaso de Mauricio Macri, y el desparpajo con que Evo Morales ha sobrepasado el Derecho para seguir aferrado al poder. Quede para el final la sospechosa alegría de Nicolás Maduro y la alusión al “huracán bolivariano” que nos estaría azotando.

El éxito de esa estrategia hoy se mide en muertes, pillajes, desabastecimiento, incendio de edificios y cataclismo del metro. Con este atentado matriz, como dijo ayer el poeta Warnken, “se hirió al pueblo de una manera brutal”. Los responsables reventaron una empresa que servía a millones de usuarios, integraban en sus vagones a ricos y pobres, viejos y jóvenes, mejorando la calidad de vida de todos, comprendidos los estudiantes y sus familias.

Fue un caso paradigmático que recuerda un texto de Bertolt Brecht: “soy libre dijo el esclavo y se cortó un pie”.

Fuente: http://www.elmercurio.com/blogs/2019/10/25/73455/Informe-sobre-evasores.aspx

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