Publicado en El Mercurio, 24.07.2021 

 

 

 

 

 

Axel Kaiser


¿Qué tienen en común la forma en que se ha cubierto en la opinión pública la participación de Elisa Loncón como presidenta de la Convención Constituyente con la popular golosina “Negrita” recién cancelada por Nestlé? Ambos episodios dan cuenta de un profundo fenómeno de descomposición que atraviesa la cultura occidental. Se trata del resurgimiento de ideologías colectivistas que hacen de cualidades adscritas como la raza, el género, la orientación sexual u otro, el criterio de valoración ética y epistémica por excelencia. Si Loncón es tratada como una figura más allá de todo cuestionamiento es solo por el hecho de ser mujer e indígena y si la “Negrita” se presenta como espontáneo símbolo de odio y discriminación es porque, en teoría, alude a una raza determinada de una manera que supuestamente no la dignifica.

En el primer caso se atribuye a la raza y género de una persona cualidades casi místicas de pureza moral y de poder cognitivo asumiendo, además, de manera totémica, que su figura representa a todas las personas de esa raza que existen y han existido en todos los tiempos. En el otro, se identifica a una golosina con todos los miembros de otro grupo racial a los que se presenta igualmente como un conjunto homogéneo y como pura victimización histórica.

La clave para entender esta sacralización racial deriva de ideologías mucho más profundas de lo que se suele creer y que, desde las aulas universitarias en distintos países, han logrado infectar la cultura casi por completo. La más relevante es la del posmodernismo, cuya inspiración se encuentra, como explica Christopher Butler, en el marxismo. Básicamente, el posmodernismo es una reacción en contra del postulado central de la Ilustración, de acuerdo al cual la verdad existe y puede ser conocida mediante el ejercicio de la razón orientada por las leyes de la lógica y la evidencia. Para el posmodernismo, la verdad no existe o, al menos, es imposible de ser conocida. Por lo tanto, nada es objetivo, ni en el campo de los hechos ni en el de la ética ni en la estética, ni en ningún otro.

François Loytard, uno de los teóricos centrales de esta línea de pensamiento, sostuvo que, “simplificando al máximo, se tiene por ‘postmoderna’ la incredulidad con respecto a los metarrelatos”. Para esta perspectiva, las ideas de belleza, bien, excelencia, ciencia, arte y muchas más no serían más que discursos de opresión serviles a quienes las han inventado, principalmente hombres blancos, heterosexuales y occidentales. Estos serían los creadores de una civilización inmoral, discriminatoria y abusiva como ninguna otra y que debe ser desmantelada en orden a liberar a las minorías oprimidas. Se crea así la idea de que todo lo que asumíamos superior o natural es, en realidad, despreciable y, por tanto, debe ser cancelado y refundado para evitar múltiples formas de discriminación.

Como resultado se produce una total inversión de valores que avanza llevando a una creciente inestabilidad en los parámetros sobre los que se sostiene un orden civilizado, funcional al bienestar humano. Así, por ejemplo, la obesidad ya no es una enfermedad que además hace a la gente poco atractiva, sino una mera opción que cabe dentro de la “diversidad”. Por contrapartida, la preferencia por cuerpos atléticos y bellos se concibe como un estereotipo discriminador. De ahí que, por nombrar un caso emblemático, Victoria’s Secret haya cancelado a sus angels, pues estas ya no serían ideales sanos a los cuales admirar, sino ofensivos símbolos de dominación patriarcal.

Las matemáticas y la física, entre otras, serían ciencias racistas al servicio de los blancos. Así lo ha determinado una comisión de educación del estado de California en mayo de este año, la que se comprometió a crear reformas para lograr matemáticas “igualitarias”. Estas buscarán que millones de niños no se enfoquen necesariamente en una respuesta “correcta”, pues, en opinión del panel de expertos, suponer que hay respuestas objetivamente correctas sería propio del “supremacismo blanco”.

La democracia liberal, siguiendo las enseñanzas de Herbert Marcuse, sería un modo de violencia al igual que la libertad de expresión, mientras la verdadera libertad sería la represión de ciertas opiniones. “La libertad de expresión nos está matando” era el título de una columna del New York Times en 2019 que argumentaba que esta debía ser restringida, pues permitía el “discurso de odio”. Esta es una etiqueta que hoy se suele aplicar a todo lo que no se ajuste a la ideología de la corrección política identitaria y victimista que hemos descrito, incluyendo, por cierto, hallazgos científicos.

En fin, en esta nueva sociedad, los delincuentes serían las víctimas y los policías los verdaderos criminales; los indígenas originarios, gente inocente y avanzada, y los colonos europeos, sujetos execrables y bárbaros; el mapudungun, un idioma necesario y digno, y el correcto castellano, uno machista y opresor, etcétera.

Toda esta charlatanería se encuentra fundada en un profundo irracionalismo, fenómeno que, como enseñó Karl Popper, es propio de los movimientos totalitarios, pues en ellos, el diálogo racional es suplantado por primitivos instintos y pulsiones tribales. Como es evidente, de no corregirse a tiempo esta tendencia a demoler toda idea de verdad objetiva y jerarquías en virtud de una pantomima de inclusión y diversidad, conduce a la violencia desatada y finalmente al caos o la dictadura. Es por eso que resultan tan relevantes voces sensatas en el espacio público llamando las cosas por su nombre, reivindicando la superioridad de lo que es claramente superior y defendiendo la razón como el criterio de validez epistémica por excelencia.

Los fanáticos de la corrección política reaccionarán rápidamente recurriendo a la destrucción del carácter de otros mediante su artillería predilecta: acusaciones de racismo, sexismo, machismo, homofobia, transfobia y así sucesivamente. No es que estos vicios no existan, desde luego. El asunto es que, en todo fanatismo, este tipo de denuncias se convierten en recursos retóricos para clausurar el debate racional, permitiendo al denunciante atribuirse a sí mismo la superioridad moral que, con su descalificación, niega a otro.

La verdad, sin embargo, es que el racismo, el sexismo y todas esas cosas están más bien del lado de los profetas de la nueva moral totalitaria. ¿Acaso no es racista o sexista pensar que una persona solo por pertenecer a una determinada etnia o género posee una ventaja moral e intelectual sobre otras? ¿Y no es racismo con rostro humano asumir que gente de raza negra es tan excesivamente frágil e incapaz de lidiar con la realidad que hay que cuidarla de la ofensa que podría producirle una golosina llamada “Negrita”? ¿O los ejecutivos de Nestlé habrían cancelado igualmente una galleta llamada “blanquita” cubierta de chocolate blanco? Todo esto, por cierto, tiene también mucho de farsa. Nestlé, en lugar de resolver el problema de lo nocivo que podrían ser sus productos para la salud, se viste de ropaje humanitario progresista desviando la atención de lo que es relevante. Negocio redondo.

De otro lado, una parte de la clase política e intelectual aprovecha la figura de Loncón para avanzar su agenda de poder, consistente en demoler el orden institucional de modo de suplantarlo por un populismo autoritario de extrema izquierda.

Nada de lo anterior, de más está decirlo, es compatible con el liberalismo y su defensa de la razón y de la dignidad de los seres humanos fundada en el hecho de ser individuos en lugar de pertenecer a determinados colectivos. Pero las cosas son lo que son y hoy, defender la idea de que existen jerarquías en diversas áreas, que hay verdades objetivas y que todos, en nuestra condición de ciudadanos iguales, debemos ser sometidos a los mismos estándares de trato, es considerado nada más que otra forma de perpetuar la opresión de grupos supuestamente dominantes.

Fuente: https://fppchile.org/es/blog/sobre-indigenas-y-negritas/

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