Publicado en el Diario Financiero, 28.10.2022 

 

 

 

 

 

 

 

Axel Kaiser


Hugo Chávez dijo célebremente alguna vez que el “neoliberalismo” era “el camino al infierno”. Evo Morales sostendría por su parte que este mal era “el responsable de los problemas de Bolivia”. En México, Manuel López Obrador llegó a afirmar que el país estaba “podrido” producto de 30 años de “neoliberalismo”, sistema que según él generaba “esclavitud” y por tanto debía ser superado de una vez. Rafael Correa advertiría que en Ecuador no iba a permitir “ningún tipo de neoliberalismo” lo que encontraba ecos en Cristina Kirchner, quien justificaba sus programas asistencialistas culpando de todos los males que estos supuestamente iban a resolver al “neoliberalismo”. En Chile no podemos olvidar que el senador de la coalición gobernante de la presidenta Bachelet, Jaime Quintana, aseguraba que el gobierno iba a poner “una retroexcavadora” porque había “que destruir los cimientos anquilosados del modelo neoliberal”. Gabriel Boric, en tanto, prometió, luego de ganar la primaria, que Chile sería la “tumba del neoliberalismo”.

Más allá de la discusión conceptual, es evidente que cuando la izquierda extrema se refiere al “neoliberalismo” está pensando en el sistema de mercado. Lo que se propone destruir, por lo tanto, es básicamente la libertad de las personas de elegir sus proyectos de vida, para los cuales la libertad económica es una condición necesaria. Se trata de transferir a la esfera política, es decir, estatal, las dimensiones más fundamentales en la vida de los ciudadanos, partiendo por la educación, las pensiones y la salud. Lo que la centroderecha aun no asimila del todo -y obviamente la centroizquierda tampoco- es que todo proyecto anti mercado es, por definición, uno que no solo arruina por completo la calidad de vida de la gente más necesitada, sino que es incompatible con la democracia. La cuestión es simple: donde desaparece la libertad económica no hay democracia porque el poder político controla la vida de las personas a su antojo. Pero, también, cuando la libertad económica es severamente restringida, la democracia pasa más bien a ser una fachada para la explotación de grupos de interés que abusan de las mayorías en su beneficio. El caso de Argentina lo ilustra perfectamente. Nuestros vecinos, como casi toda América Latina, son lo que en economía política se llama “rent seeking society” o sociedad buscadora de rentas. Las elecciones, por tanto, jamás resuelven problemas reales de la ciudadanía, sino que constituyen una manera de proveer de legitimidad al robo y corrupción a destajo que realizan quienes controlan el poder.

Lo que se debe entender, además, es que, para la izquierda radical, la misma que donde puede secuestra la democracia, sepultar el “neoliberalismo” es tanto una agenda de poder como una misión religiosa. Por eso no les importa condenar a toda la población al hambre y la miseria con sus políticas. Acabar con la libertad de elegir del “pueblo” – eso es, a fin de cuentas, el “neoliberalismo”- es una cuestión de fe, un imperativo moral mucho más relevante que cualquier costo que se deba pagar.

La lógica es de la esencia de la revolución socialista: no importa la cantidad de personas que deban morir, el fin último de erradicar el mal de la faz de la Tierra es tan grandioso que cualquier precio se justifica. Y si en el camino servimos a los guardianes de la fe permitiéndoles vivir como los capitalistas más desenfrenados mejor aún. Después de todo, los “privilegios” en manos del partido no son privilegios personales, sino necesidades del pueblo para defender la revolución de sus enemigos. De igual forma, la superación del neoliberalismo requiere de élites que se hagan de suculentos ingresos a expensas de los ciudadanos “liberados”, cuyos impuestos van a servir a sus salvadores, siempre más inteligentes y más rápidos que ellos.

Fuente: https://fppchile.org/es/blog/38157/

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