Miércoles 25 de julio de 2018
"Las feministas -en realidad, más bien 'generistas', es decir, partidarias de la ideología de género- no han manifestado interés alguno en la calidad de la educación".
Feminismo, calidad y gratuidad parecen tres momentos de un mismo proceso reivindicatorio en la educación superior chilena, desde 2011 en adelante.
Pero no es así.
Estas vacaciones de invierno son un buen momento para pensar con calma sobre lo que ha pasado en el primer semestre y para mirar con seriedad lo que nos puede deparar el segundo. Y en esa perspectiva, puede concluirse que las feministas han logrado dejar muy en claro -obviamente, no era su propósito- que no tienen sintonía alguna con la calidad de la educación superior, así como no tienen tampoco problema alguno en desvirtuar el sentido de la tan cacareada gratuidad.
Las feministas -que en realidad son más bien "generistas", es decir, partidarias de la ideología de género- no han manifestado interés alguno en la calidad de la educación. No solo la han dañado gravemente con sus tomas en casi un tercio de las universidades chilenas -al lograr la suspensión de actividades por más de dos meses-, sino que además no han generado una sola proposición que sea relevante para mejorar la calidad educacional. Cuando hablan de bibliografías paritarias o de cursos sobre el género, amplifican consignas estadounidenses ya suficientemente desacreditadas por el evidente deterioro que han producido en la formación de la inteligencia. Obviamente, eso a ellas no les importa: repiten y repiten añejas y torpes fórmulas, porque su objetivo no es la calidad, sino simplemente la subversión.
Así han abierto el camino, por cierto, para que otros grupos -animalistas, sexualistas, indigenistas, ecologistas, etc.- puedan también plantear a corto plazo sus demandas específicas en el ámbito universitario, e imponernos cursos que jamás alcanzarían un lugar en el currículo en virtud de su calidad.
En paralelo, las feministas han operado sobre la base de la gratuidad.
Saben que gran parte de los alumnos que no pagan (no por mérito, sino por decil) estarán inclinados a apoyar cuanto movimiento populista se les ofrezca, ya que perciben su posición universitaria como un derecho y no como una responsabilidad. Las feministas han entendido muy bien que es mucho más fácil protestar cuando sientes que se te inflama el corazón, pero el bolsillo no te lo reprocha.
La gratuidad pasará a ser, entonces, un auténtico caldo de cultivo para numerosas falanges de activistas, desde el nivel del simple curso a las estructuras de las federaciones. Ahí encuentran ya un nicho los mediocres y aprovechadores que en los regímenes de exigencia académica nunca podrían prosperar. Y, con el paso de los años, serán nata. Las feministas lo saben y operan para el futuro sobre esa base.
¿Qué se puede hacer?
Exigir, exigir más.
Que algunos hayan cedido ante las demandas de las feministas no significa que esté todo perdido. En realidad, muchas de las políticas rectoriales que revelan claudicación ante esas presiones pueden ser perfectamente controvertidas en la sala de clases por profesores universitarios seriamente exigentes.
Es indudable que parte de la culpa del fracaso de las universidades chilenas en esta primera parte de 2018 frente a la embestida feminista -porque ha sido un fracaso clamoroso- la tenemos nosotros, los tipos que entramos a las salas de clases.
Cuando recibimos nuestra primera formación, fuimos tratados con alta exigencia. Así fue en Chile, en nuestros pregrados y, para muchos de nosotros, en los países del extranjero en los que nos formamos en el doctorado y posdoctorado.
Fuimos exigidos, supimos adaptarnos a esa imprescindible apretura y, ahora, ¿no estaríamos dispuestos a devolverle a la juventud chilena la misma noble moneda? ¿Nos hemos aburguesado?
Pero no es así.
Estas vacaciones de invierno son un buen momento para pensar con calma sobre lo que ha pasado en el primer semestre y para mirar con seriedad lo que nos puede deparar el segundo. Y en esa perspectiva, puede concluirse que las feministas han logrado dejar muy en claro -obviamente, no era su propósito- que no tienen sintonía alguna con la calidad de la educación superior, así como no tienen tampoco problema alguno en desvirtuar el sentido de la tan cacareada gratuidad.
Las feministas -que en realidad son más bien "generistas", es decir, partidarias de la ideología de género- no han manifestado interés alguno en la calidad de la educación. No solo la han dañado gravemente con sus tomas en casi un tercio de las universidades chilenas -al lograr la suspensión de actividades por más de dos meses-, sino que además no han generado una sola proposición que sea relevante para mejorar la calidad educacional. Cuando hablan de bibliografías paritarias o de cursos sobre el género, amplifican consignas estadounidenses ya suficientemente desacreditadas por el evidente deterioro que han producido en la formación de la inteligencia. Obviamente, eso a ellas no les importa: repiten y repiten añejas y torpes fórmulas, porque su objetivo no es la calidad, sino simplemente la subversión.
Así han abierto el camino, por cierto, para que otros grupos -animalistas, sexualistas, indigenistas, ecologistas, etc.- puedan también plantear a corto plazo sus demandas específicas en el ámbito universitario, e imponernos cursos que jamás alcanzarían un lugar en el currículo en virtud de su calidad.
En paralelo, las feministas han operado sobre la base de la gratuidad.
Saben que gran parte de los alumnos que no pagan (no por mérito, sino por decil) estarán inclinados a apoyar cuanto movimiento populista se les ofrezca, ya que perciben su posición universitaria como un derecho y no como una responsabilidad. Las feministas han entendido muy bien que es mucho más fácil protestar cuando sientes que se te inflama el corazón, pero el bolsillo no te lo reprocha.
La gratuidad pasará a ser, entonces, un auténtico caldo de cultivo para numerosas falanges de activistas, desde el nivel del simple curso a las estructuras de las federaciones. Ahí encuentran ya un nicho los mediocres y aprovechadores que en los regímenes de exigencia académica nunca podrían prosperar. Y, con el paso de los años, serán nata. Las feministas lo saben y operan para el futuro sobre esa base.
¿Qué se puede hacer?
Exigir, exigir más.
Que algunos hayan cedido ante las demandas de las feministas no significa que esté todo perdido. En realidad, muchas de las políticas rectoriales que revelan claudicación ante esas presiones pueden ser perfectamente controvertidas en la sala de clases por profesores universitarios seriamente exigentes.
Es indudable que parte de la culpa del fracaso de las universidades chilenas en esta primera parte de 2018 frente a la embestida feminista -porque ha sido un fracaso clamoroso- la tenemos nosotros, los tipos que entramos a las salas de clases.
Cuando recibimos nuestra primera formación, fuimos tratados con alta exigencia. Así fue en Chile, en nuestros pregrados y, para muchos de nosotros, en los países del extranjero en los que nos formamos en el doctorado y posdoctorado.
Fuimos exigidos, supimos adaptarnos a esa imprescindible apretura y, ahora, ¿no estaríamos dispuestos a devolverle a la juventud chilena la misma noble moneda? ¿Nos hemos aburguesado?
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