Opinión

por 2 julio, 2014

 

La idea de que el Estado (o peor aún, Occidente) ‘invisibilizó’ al indígena o lo aniquiló penalmente, concibiéndolo como un “enemigo interno” es, en el fondo, una construcción conceptual que tiene su origen en la culpa y, quién sabe si no, en la religión. Culpa que impide ver las cosas como son y decir, con todas sus letras, que la precariedad de la cultura indígena responde, única y exclusivamente, a su propia incapacidad de sostenerse a sí misma.

En mayor o menor medida, todos cargamos con alguna culpa. El que no se arrepiente de nada, el que no tiene capacidad de remordimiento o de compasión, es descrito por la psiquiatría como un psicópata. La culpa puede, sin embargo, llegar a ser nociva cuando condiciona una relación; cuando el victimario se amarra (con cadenas que su propia culpa construye) a quien fuera, en algún momento de la historia, su víctima.

Esa es, precisamente, la dinámica que caracteriza la relación entre el Mundo Occidental y el Mundo Indígena, y esa es también la razón por la cual ninguna medida compensatoria será suficiente.

Porque, seamos claros, en el origen de la historia de cualquier país, de cualquier Estado e incluso de cualquier pueblo originario, hay una guerra. Una guerra en la que el dilema fue “o matar o morir”. Sin ir más lejos, los mapuche la tuvieron con quienes ocupaban el territorio antes que ellos y el resultado práctico de ese conflicto fue la aniquilación de su adversario. La tuvieron también con los españoles: no por casualidad asaron algunas partes del cuerpo mutilado de Pedro de Valdivia y lo comieron en presencia suya.

Nada justifica, por tanto, que los vencedores de una guerra carguen de manera perpetua con la culpa de la sangre que derramaron o de los despojos que realizaron, menos aún si es que hubo un proceso integrador y también reparatorio, tanto antes como después de que ella ocurriera y no una simple masacre, como cuenta la historia cuando ella es narrada por los que perdieron.

Nada lo justifica y, por el contrario, la vida social se hace imposible, cuando una sociedad empieza a entender su identidad y su origen, desde conceptos filosóficos artificiosos, que con mañosa sofisticación pretenden dar cuenta de lo que no es más que una lucha por la sobrevivencia en el contexto de un proceso de selección natural.

La idea de que el Estado (o peor aún, Occidente) ‘invisibilizó’ al indígena o lo aniquiló penalmente, concibiéndolo como un “enemigo interno” es, en el fondo, una construcción conceptual que tiene su origen en la culpa y, quién sabe si no, en la religión. Culpa que impide ver las cosas como son y decir, con todas sus letras, que la precariedad de la cultura indígena responde, única y exclusivamente, a su propia incapacidad de sostenerse a sí misma.

La primera víctima de la guerra, decía un político estadounidense, es la verdad. Y yo agrego que la primera construcción de la culpa es una falsificación.