27 de septiembre 2013 

 

 

 

 

 

Raúl Hasbún
Sacerdote


En la revolución o guerra civil de 1891 murieron, en combate, cerca de diez mil personas. Hubo masacres de ferocidad inexplicable. La guerra envenenó además los espíritus.

Quienes vencían en una batalla se ensañaban con los derrotados, procurando su máxima ignominia y estigmatización social. No sufría, el país, carencias objetivas capaces de justificar tanta odiosidad, era sólo el desmadre de la pasión política y el desenfreno de egos personales. Tras la derrota balmacedista y el suicidio del Presidente, se temió una interminable resaca. ¿Cómo superar la espiral de rencor y venganza que sucede a tan enconados desencuentros y desangramientos sociales? La respuesta fue extraída del abecedario de la sensatez histórica: amnistía. En las leyes y en los hechos. Para unos y otros. Quienes nacimos 4 décadas más tarde no conocimos siquiera vestigios de estas banderías ni reclamaciones para reabrir las heridas.

Hacia 1973 Chile parece un país azotado por la guerra. La población sufre desabastecimiento de productos básicos. Dueños de empresas y predios son impunemente despojados. El Gobierno maniobra para controlar las comunicaciones e intenta unificar el sistema educacional según su propia ideología. Los fallos judiciales no son ejecutados, porque el Gobierno se arroga la facultad de apreciar su mérito y oportunidad. El juego del enroque permite al Presidente burlarse del Congreso que legítimamente destituye a sus ministros. Un clima de odio envenena y amenaza matar el alma de Chile. Los militares son llamados por los poderes públicos y la ciudadanía a restablecer el orden. Durante su gobierno se producen hechos de sangre y delitos que repugnan al derecho. Restablecido el orden democrático, se proclama una amnistía para todos los involucrados. Quienes combatieron a los militares con hechos de sangre fueron, todos, amnistiados. Los militares, no. Tampoco se les benefició con la prescripción. La consabida y desprestigiada intimación de aplicar “todo el rigor de la ley” se descarga y sigue descargando sólo en ellos.

Cumplen sus sentencias (éstas sí se cumplen) en recintos especiales. Están privados de libertad, presumiblemente hasta su muerte. Reciben visitas, tienen atención médica, habitaciones y baños decentes, acceso a medios de comunicación, pueden hacer deporte y tratarse, para urgencias, en el Hospital Militar. “Privilegios inaceptables”, grita la odiosidad, casi 50 años después. Que sean como los reos comunes, que se revuelquen en el hacinamiento, que se sientan despojados del último resto de dignidad humana; parias indeseables en una sociedad envenenada en el “ni perdón ni olvido”. El Presidente de la República delibera, antes de hablar en la ONU, sobre cómo terminar con estos “privilegios”. No le llega el clamor de la Defensoría Penal Pública: ¡nivelen hacia arriba! Todo condenado es persona humana y ningún crimen merece condena a la indignidad.

Juzguen, los Tribunales, si esta odiosa supresión de “privilegios” respeta el principio de legalidad e irretroactividad  la ley penal.


Fuente: https://www.df.cl/privilegios

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