22 de febrero, 2020

 

 

 

Eleonora Urrutia
Abogada


Puede que librar esa batalla de las ideas sea mucho pedir a políticos y dirigentes, de tanto miedo que hay a la etiqueta maldita de derecha extrema. No deberían ignorar que la cosa ya estaba muy consolidada en los ambientes de la izquierda desde que Stalin instruyera a sus hordas para que cuando debatiesen con un conservador le llamasen fascista y así éste tuviera que emplear parte de su tiempo y de sus palabras en desembarazarse de tan pesada etiqueta. Pero quien no esté dispuesto a dar la batalla no merece ganarse la vida a costa de votantes y militantes que lo han puesto ahí para defender sus ideas y llevarlas a la práctica.

Los seres humanos somos una especie narrativa. El relato es la estructura mental que utilizamos para explicar lo que nos sucede y darle sentido a lo que vivimos de manera verosímil, razonable y efectiva: somos lo que nos contamos y los relatos construyen el mundo en que vivimos.

Estos relatos se basan en ideas, sobre nosotros y el mundo que nos rodea. Y como es bien sabido, las ideas tienen consecuencias. Víctor Hugo decía que se puede resistir la invasión de los ejércitos pero no de las ideas. Por eso dar la batalla en la defensa de unas u otras influye de forma decisiva. No defender a tiempo las ideas correctas o dejar colar las equivocadas, tiene un costo caro para todos, aunque para algunos más que para otros.

En el pasado, las ideas han tenido consecuencias terribles, determinando el curso de la historia. El sistema de feudalismo existió durante mil años en gran parte porque los eruditos, maestros, intelectuales, educadores, clérigos y políticos propagaron ideas feudales. La noción de “una vez un siervo, siempre un siervo” evitó que millones de personas cuestionaran su posición en la vida. Bajo el mercantilismo, el concepto ampliamente aceptado de que la riqueza del mundo era fijada llevó a los hombres a tomar lo que querían de los demás en una larga serie de guerras sangrientas. La publicación de “La riqueza de las naciones” de Adam Smith en 1776 es un hito en la historia del poder de las ideas. A medida que se extendía el mensaje de Smith de libre comercio, las barreras políticas a la cooperación pacífica colapsaron y prácticamente todo el mundo decidió intentar la libertad para un cambio. Pero a poco andar Marx y los marxistas nos harían creer que el socialismo es inevitable, que abarcará el mundo tan seguramente como el sol saldrá en el este mañana. Y si bien el socialismo es un fracaso histórico, la idea socialista sigue siendo hoy la principal amenaza para la libertad.

En Chile y por veinte años la narrativa popular, que vino a apoyar una causa política concreta, denotó un país que vivía en un infierno de desigualdad. Con esa facilidad para el eslogan populista que tiene la izquierda – sabedora de que, como decía Borges, el nombre es arquetipo de la cosa – Ricardo Lagos llegó a la Presidencia en el 2000 con su “Crecer con Igualdad”. Este relato fue divulgándose, notablemente apoyado por la derecha vergonzante más preocupada en demostrar que no tenía nada que ver con aquello de lo que procedía que en defender los éxitos de sus políticas, y fue socavando así el sistema de libertad económica que había permitido reducir la pobreza a la mitad, multiplicar por cuatro el ingreso per cápita y obtener un crecimiento desde 1990 del 408% del ingreso del 25% de la población más pobre comparado con un poco más del 200% del 25% de la más rica. Por primera vez en la historia del país, muchos padres que no habían siquiera completado su educación básica vieron a sus hijos convertirse en profesionales. Muy lejos había quedado el Chile de Allende en que el país gozaba de una inflación del 508%, el déficit fiscal era superior al 25% del PIB, la deuda externa había crecido en un 23%, las reservas internacionales eran apenas 200 mil dólares, había harina sólo para una semana y por vía de las confiscaciones, expropiaciones, intervenciones y nacionalizaciones, el Estado se había apropiado de más del 70% de la actividad económica.

Sin embargo, a pesar del éxito del sistema de acuerdos voluntarios que Chile implementó desde mediados de la década del 80 especialmente para las clases más vulnerables, el relato popular continuó con un supuesto infierno de abusos empresariales y desigualdad. Sobre esto se apoyará Michelle Bachelet en su segunda Presidencia para, alineada con los comunistas, realizar una serie de reformas entre las que cuentan algunas muy profundas contra las empresas y los emprendedores, convirtiendo al país en un infierno fiscal en el que emprender se transformó en una tarea para héroes. La excusa de que las empresas pagaban poco no tiene apenas recorrido; los intervencionistas pueden afanarse, pero cada vez que lo intenten los datos se encargarán de refutar los análisis mal hechos. Esa Presidencia destruyó también la educación, eliminando la inversión y opción privadas y dejando a los estudiantes de todos los niveles en manos del estado. Ya tenía claro Gramsci que el mejor camino para que los comunistas alcancen el poder era adoctrinando a la juventud con programas marxistas de educación implementados a través de la educación pública y sin competencia privada.

Esas reformas afectaron inevitablemente la inversión, haciéndola caer por primera vez desde 1960 durante cuatro años consecutivos, bajando el crecimiento del salario real a la mitad y dañando el incremento del PIB, que pasó de un 5,2% promedio en el primer gobierno de Sebastián Piñera a menos de un 2% en el segundo gobierno de Bachelet, lo que significó un estancamiento absoluto en el progreso de la clase media. Así es elegido otra vez Piñera, prometiendo “Tiempos Mejores”, que nunca llegarán porque no revertirá las reformas de Bachelet. En paralelo había ido cobrando fuerza otro relato que demolía el principio de autoridad, destruyendo la credibilidad de las FFAA y carabineros y apuntalando el nombramiento a los tribunales de activistas en lugar de jueces.

¿Por qué los que podían evitar o intentar evitar todo ello prefirieron no poder? Interviene aquí un factor misterioso: la vacilación moral, fruto de la inercia y de una percepción confusa de las cosas. La derecha, que había logrado con gran esfuerzo el éxito para Chile, colocando al país no solo en el Primer Mundo sino convirtiéndolo además en una de las sociedades con mejores perspectivas de futuro en medio del caos y la descomposición latinoamericana, se rebautiza como de centro, primero, para apoyar recetas socialistas después.

Ahora el país está en una encrucijada. Sobran ejemplos en la historia de cómo, bajo el impulso de un puñado de marginales, se vienen a tierra democracias de millones de habitantes. Porque no es que revolucionarios vencen. Más bien, las sociedades se dejan avasallar. Alexis de Tocqueville, en su obra sobre el Antiguo Régimen, sostiene que son muchos los pueblos que, al encontrarse en períodos de gran progreso moral y material, dan todo por descontado. Entonces, los espacios que se van dejando vacíos son ocupados por corrientes de pensamiento contrarias a los valores que sirvieron de soporte al progreso conquistado. Así las cosas, conviene tener bien presente la reflexión de George Mason sobre que “Para seguir disfrutando de las bendiciones de la libertad es absolutamente necesario hacer un repaso permanente de los principios fundamentales”. O uno de los más célebres postulados jeffersonianos respecto de que “El precio de la libertad es la eterna vigilancia”.

Hoy la derecha chilena se ha subido, aunque a medias, a la causa refundacional sin entender que la puerta que abrió con la nueva Constitución no tiene vuelta atrás y que ellos mismos, probablemente, terminaran tragados por el desorden de un monstruo que no podrán controlar. Una razón es que, si la violencia logró imponer una refundación del orden institucional chileno, es razonable pensar que podrá inclinarlo en la dirección que grupos extremistas anhelan, especialmente si se tiene en cuenta que Chile es un estado fallido cuando de orden público se trata.

La alternativa sería que los dirigentes de derecha creyeran de verdad en las ideas a las que son fieles sus bases y las defendieran con claridad y buenos argumentos. Cierto es que resulta difícil en un panorama mediático desolador, en el que todos los medios son hostiles a los valores y creencias de la derecha. Pero si pese a ello la derecha ha obtenido unos resultados tan notables, quizá sea porque son unas ideas muy valiosas, mucho más que las de la izquierda, y defenderlas no resulte tan difícil si se tienen las cosas claras y se afronta la tarea con decisión y talento. Después de todo, la grandeza de quienes gobernaron cuando se reinstauró la democracia, fue conservar esas medidas liberales que habían rescatado a Chile de la miseria, de la misma manera que Tony Blair profundizó, en vez de anular, las reformas iniciadas por la señora Thatcher. Por ellas, por las medidas liberales, Chile siguió creciendo.

Es evidente que a largo plazo es la única manera que tiene la derecha de ganar, porque ganar no significa sólo tener a unas personas nominalmente de derechas en el poder, sino que se gobierne de acuerdo a los principios y convicciones de liberales y conservadores.

Puede que librar esa batalla de las ideas sea mucho pedir a políticos y dirigentes, de tanto miedo que hay a la etiqueta maldita de derecha extrema. No deberían ignorar que la cosa ya estaba muy consolidada en los ambientes de la izquierda desde que Stalin instruyera a sus hordas para que cuando debatiesen con un conservador le llamasen fascista y así éste tuviera que emplear parte de su tiempo y de sus palabras en desembarazarse de tan pesada etiqueta. Pero quien no esté dispuesto a dar la batalla no merece ganarse la vida a costa de votantes y militantes que lo han puesto ahí para defender sus ideas y llevarlas a la práctica.

Fuente: https://ellibero.cl/opinion/eleonora-urrutia-los-revolucionarios-no-triunfan-son-las-sociedades-las-que-se-suicidan/

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