8 octubre, 2020 

 

 

 

Orlando Sáenz Rojas
Empresario y escritor


La insólita recurrencia de los trágicos fracasos del PC chileno en la política chilena impone una pregunta trascendente: ¿han sido solo una desafortunada coincidencia o son el obligado resultado de una causa estructural?


 El Partido Comunista (PC) ha sido parte de la coalición de gobierno en tres ocasiones del devenir político chileno. En los años 30 y 40 integró el llamado Frente Popular, en los 70 fue parte de la llamada Unidad Popular (UP) y en este último tiempo integró la llamada Nueva Mayoría. En las tres ocasiones, su participación terminó en catástrofes: en los años 40 fue expulsado, proscrito por una ley aprobada trasversalmente y en tiempo récord (la “Ley de Defensa de la Democracia”) y perseguido con dureza; en 1973 terminó en un golpe de estado militar seguido de una dura y prolongada represión; en la ocasión más reciente, el epílogo fue un fracaso como gobierno y la peor derrota electoral de la izquierda en toda la historia republicana, con el PC por debajo del 5% de la votación. La insólita recurrencia de estos sonados y hasta trágicos fracasos impone una pregunta trascendente: ¿han sido solo una desafortunada coincidencia o son el obligado resultado de una causa estructural?

Toda duda razonable al respecto la disipa un somero análisis de la doctrina histórico–filosófica marxista y de su traducción en una praxis política leninista que conforman la esencia de lo que son todos los PC que existen o han existido en el pasado, incluido por supuesto el chileno. Para comprender la singularidad de estos PC en relación a los otros partidos políticos, es imprescindible repasar esos fundamentos. Y ello, porque el comunismo, como muchas veces he afirmado, tiene mucho más parecido con una religión que con los demás partidos que actúan en el campo político convencional.

Es, como el propio cristianismo, una causa confesional en que toda la forma de la existencia y de la acción derivan de la absoluta aceptación de ciertos dogmas fundamentales. Así como cuando una persona se declara cristiana asume toda una serie de dogmas que suponen la definición de  un sistema vivencial, y ello aunque jamás haya siquiera oído nombrar la “Suma Teológica” de Santo Tomás, cuando un joven se decide por ingresar al PC porque lo abruman las obvias injusticias de nuestra sociedad, está también asumiendo un conjunto de dogmas del que deriva un sistema de vida y de acción completamente diferentes; y ello aunque jamás haya leído “El Capital” o “El Manifiesto del Partido Comunista” que son el equivalente de  los Evangelios para el cristiano.

Ahora bien, cuando surge un genio que trasforma ese tipo de adicción confesional en una organización para la acción política, obtiene una fuerza capaz de redibujar la historia y la sociedad. Es lo que hizo Constantino y sus sucesores con el cristianismo, es lo que hizo Mahoma con el islamismo, es lo que hizo Lenin con el marxismo. Y lo que lograron está a la vista: los emperadores romanos le dieron vida milenaria a una estructura imperial que ya decaía en la emblemática fecha de 312 DC; Mahoma y los primeros califas conquistaron medio mundo y sus seguidores todavía hoy son capaces de abatir las Torres Gemelas en Nueva York; Lenin y sus sucesores en la Secretaría General del PCUS gobernaron la mitad de la humanidad durante casi un siglo y plantaron bombas de tiempo en todo el resto del mundo, como es el PC en Chile.


Mientras tenga que actuar dentro de un sistema democrático, el PC debe desdoblarse siempre en dos frentes, uno dentro del sistema y otro en la clandestinidad.


Pero, ¿en que consiste la cosmovisión marxista y la praxis leninista para ser capaz de amenazar con tales efectos? No bastan los estrechos márgenes de una simple reflexión para siquiera resumirlas, pero podemos anunciar sus capítulos esenciales. El universo no es más que la ciega y eterna evolución de la materia bajo la acción de leyes físico–químicas inalterables; no existe un “deux ex machina” y no existe un plan con algún propósito; la especie humana no trasciende su existencia física y, como toda otra, se esfuerza por sobrevivir con los productos que le ofrece el entorno y los que logra con su industria; todo lo que aprende y aplica para mejor producir es solo fruto de la experiencia histórica (el principio del “materialismo histórico”) puesto que no existe nada parecido a una “revelación” divina; la tecnología inventada y la inevitable división del trabajo producen clases sociales en perpetua pugna por los bienes materiales y solo eso determina el devenir de la historia (principio de la “lucha de clases”); la sobrevaloración de los medios de producción  en detrimento del trabajo produce el capitalismo que oprime a las grandes mayorías (principio de la “plusvalía”).

Sobre ese imponente edificio de dogmas, que hunde sus raíces en aquellos filósofos griegos del siglo VI AC que fueron los primeros en atreverse a pensar en la aterradora posibilidad de un universo sin Dios y sin propósito, Lenin construyó la estructura de un partido político cuya meta es alcanzar el poder absoluto necesario para forjar una sociedad sin clases, en que todos los medios de producción están en manos del Estado, en que todos los bienes son comunitarios, en que no cabe ni el individualismo ni la disidencia. En armonía con la cósmica amplitud de los dogmas, lo diseñó a escala mundial porque los explotados, cuya representación y dirección asume, existen en todas partes y las fronteras políticas son antojadizas divisiones de una humanidad en que las únicas fronteras reales son las de las clases sociales (de allí el slogan “¡proletarios del mundo, uníos!”). Consciente de la enorme superioridad que adquiere una minoría organizada, jerarquizada y con jefatura suprema omnipotente frente a una mayoría amorfa y anárquica, organizó su partido exactamente como lo tiene la Iglesia Católica y que acumula una eficiencia probada durante dos milenios. Sobre todo, su partido tendría la superioridad adicional de ser el único en comprender que las normas éticas tradicionales no fluyen de un decálogo grabado por Dios en el alma humana (que no existen, según sus dogmas) si no que, como todo conocimiento humano, fluyen de la experiencia histórica, de modo que la verdadera norma ética y válida es que lo bueno es todo lo que ayuda a alcanzar el objetivo propuesto y que lo malo es todo lo que se le opone. Es este postulado el que le posibilitó al partido actuar con la convicción de que los términos “crimen”, “mentira”, “derecho humano” son relativos y solo dependen de las circunstancias.

El efecto de esta explosiva combinación de dogma y praxis lo tenemos todos muy presente. Durante casi un siglo, el PCUS y sus satélites, sembrados por todas partes, controlaron completamente la mitad del mundo y convulsionaron sin descanso a la otra mitad. Tres circunstancias facilitaron ese prodigioso resultado: la rápida conquista del poder absoluto en Rusia, la miseria y desesperación que fueron la herencia de dos Guerras Mundiales y la rápida descomposición de los imperios coloniales con su secuela de muy vulnerables nuevos estados. En ese período de gloria comunista, en que la Secretaría General del PCUS fue el equivalente del Pontificado Romano para el mundo católico, se creó un órgano “ad hoc” para la dirección, adiestramiento y apoyo de los PC que tenían que coexistir, en todas partes del mundo, con otros partidos políticos en la administración de sistemas democráticos representativos. Fue en ese órgano, el Comintern, en que se forjó la estrategia del desdoblamiento y del doble estándar que todavía hoy caracteriza la acción comunista en todas las partes en que es minoría. Es necesario enfatizar que el PC chileno fue siempre alumno distinguido del Comintern y todos sus dirigentes más característicos fueron asiduos asistentes a sus aulas, aun en las peores épocas del terror stalinista.


El objetivo es siempre uno y básico, y no es otro que el de la sustitución del detestado sistema democrático representativo por la soñada dictadura del proletariado.


Para los comunistas, todo Estado, incluso el propio, es el instrumento con que una clase social oprime y explota a otras. En las democracias representativas y de economía capitalista, el Estado es el instrumento de opresión de la burguesía para explotar al proletariado, así como en el estado socialista es el instrumento del proletariado para destruir a la burguesía. De esa visión surge la estrategia del desdoblamiento y del doble estándar. Mientras tenga que actuar dentro de un sistema democrático, el PC debe desdoblarse siempre en dos frentes, uno dentro del sistema y otro en la clandestinidad. La porción del partido que entra en el juego democrático y hasta logra elegir parlamentarios aprovecha todas las ventajas del sistema, pero siempre tratando de desestabilizarlo, ya sea que esté en el gobierno o en la oposición; la que permanece en la clandestinidad, aprovecha todos los conflictos sociales para fomentar el descontento, la protesta, la violencia, con miras a lograr una sedición. Dentro de estas dos líneas paralelas de acción, perfectamente coordinadas, se dan todas las combinaciones posibles: los pactos temporales con otras fuerzas políticas, la creación de grupos violentistas aparentemente descontrolados, la utilización de compañeros temporales de ruta, etc. Pero el objetivo es siempre uno y básico, y no es otro que el de la sustitución del detestado sistema democrático representativo por la soñada dictadura del proletariado, que es la que permitirá construir la nueva sociedad y dar a luz a los “hombres nuevos” que no tienen ambiciones y que son perfectamente dóciles y solidarios.

Creo del todo innecesario subrayar la cantidad de contradicciones, dobles estándares, disimulos y falsedades que derivan de la práctica del desdoblamiento dentro de un sistema democrático como el chileno. Supongo que, después de considerar todo esto, a nadie le quedarán dudas de la naturaleza estructural que han tenido las tres catástrofes políticas en que han terminado las participaciones del PC en coaliciones de gobierno. Todas ellas fueron fruto de las contradicciones que resultan de la presencia de un proyecto totalitario en un conjunto de otras fuerzas políticas que, sin perjuicio de extremo progresismo social, tienen por meta el perfeccionamiento de la democracia y no su destrucción.

No puedo terminar este análisis sin una reflexión sobre las razones por las que, finalmente, el comunismo ha sufrido un fracaso histórico, dejando solo algunos fragmentos fósiles que, como el PC chileno, siguen impulsando un proyecto político superado y trasnochado. Son los dispersos restos de un colosal edificio que se desmoronó; como ese emblemático soldado japonés que, escondido en una selva, sigue combatiendo porque nunca supo que la Segunda Guerra Mundial había terminado.

El derrumbe del comunismo se produjo, en primer lugar, porque su principal fuerza matriz, el PCUS, se hundió con la Unión Soviética que perdió una insensata Guerra Fría con Estados Unidos. Pero las ideas no mueren con los descalabros políticos y lo que realmente ocurrió con el comunismo es que ya estaba muerto cuando cayó la Cortina de Hierro. En realidad murió con el fracaso económico de los países que llegó a gobernar, con la evolución tecnológica y social del mundo libre que hizo desaparecer las clases sociales y el capitalismo de la Revolución Industrial contra los que teorizó Marx, con los horrores de las purgas de Stalin, con la absurda Revolución Cultural de Mao, con la marcha hacia la nada de la Cuba de los Castros, etc. Fue una muerte multisistémica en que, en última instancia, el corazón se detuvo porque no pudo seguir soportando el frío del mundo vacío y sin propósito que Marx postuló.

En Chile queda un osezno hijo del que fue el gran oso ruso. No tiene futuro, pero tiene un gran y escabroso pasado. Ya no puede matar con su abrazo a partidos políticos bien parados, pero todavía puede ahogar a los tontos útiles.

Fuente: https://ellibero.cl/opinion/orlando-saenz-el-abrazo-de-osezno/

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