12 octubre, 2021 

 

 

 

 

Vanessa Kaiser
Acádemica Universidad Autónoma


Los ciudadanos tenemos derecho a la desobediencia civil, puesto que más vale volver al estado previo a la elección que someterse a los dictámenes de hombres que se han atribuido una condición superior a todos los demás.


Entre el individuo y su moral se ubican personalidades públicas, profetas y líderes de toda índole que avanzan distintas banderas ideológicas declarando bueno lo que ayer era malo y malo lo que fue bueno. Es en la esfera pública que habitan dichos dirigentes donde ha desaparecido la razonabilidad al punto que nos presentan el mundo al revés. Algunos lo han hecho por sus intereses mezquinos y, otros, con el objeto de avanzar proyectos de vida totalitarios. Cuando logren imponerlos por la fuerza- para lo que no falta tanto tiempo-, causarán la tragedia humana que ya conocen muchos pueblos diezmados por las ambiciones de poder de unos pocos personajes inmorales y desquiciados. Entretanto, nuestros mínimos morales se adelgazan al punto de la extinción.

Friedrich Nietzsche lo predijo hace mucho: el reblandecimiento de los individuos será terreno fértil para la aparición de tiranos como nunca antes los ha conocido la historia. ¿A qué se refería el filósofo? Al éxito que alcanzan los humanos más crueles y despiadados cuando los rodea la incapacidad para resistir el mal que anida en mentes frágiles, personas manipulables e impotentes que, por falta de convicción, son ineptos en el arte de tomar las medidas necesarias para detener el avance de los tiranos. Es esa incapacidad la que, sumada a intereses personales, miedos y egos desmedidos nos tiene al bode de la cornisa.

Nietzsche también nos enseñó que, en la vida humana, pocos son los asuntos absolutos; al contrario, la gran mayoría de nuestras problemáticas se definen en los matices. Así, por dar un ejemplo, en el mundo normal donde acostumbra vivir una mente equilibrada, tildar algo bajo el calificativo de “violencia” tiene implicancias específicas. En otros términos, el simple hecho de que una palabra o gesto sea desagradable no lo hace violento. Hoy, cualquier ofensa, mirada, expresión, broma o idea, puede ser catalogada como violenta. Esta disolución de conceptos, que nos impide distinguir, tiene entre sus precursores a Jacques Derrida. El teórico llegó al punto de afirmar que incluso un abrazo es un acto de violencia en vistas a que obliga al otro a darlo de vuelta.

Usted se preguntará qué importancia tienen estas disquisiciones. En breve, si todo es violencia, nada lo es. Así es como la izquierda ha terminado por derrumbar nuestra resistencia al mal, en la medida que -desde disquisiciones intelectuales y propaganda mediática- ha anulado nuestra capacidad de distinguirlo. Esa es, en parte, la explicación que subyace a la insensibilidad frente a la declaración de guerra hecha por la presidente de la Convención Constituyente, Elisa Loncón, que pidió un minuto de silencio para la quema de enseres de inmigrantes, pero se negó a destinar el mismo tiempo a Hernán Allende, quemado vivo por los narcoterroristas en el sur.

¿Dije declaración de guerra? Sí. ¿O acaso no es en la guerra donde la vida del enemigo vale menos que objetos inertes? Aterrizando el simbolismo de los actos de la presidenta en palabras de su sector, se trataba de la vida de un Huinca, entiéndase conquistador, opresor del pueblo mapuche. No es necesario detenerse en las consecuencias de la declaración de guerra de la machi, para quien, ya lo sabemos, el valor de la vida depende del territorio que se habita: todos los chilenos del Bío- Bío al sur que mueran en manos del narcoterrorismo, no merecen ni un minuto de silencio.

En lo que es necesario hacer la pausa reflexiva es en la escasa reacción del mundo público, más preocupado de la funa a la tía Pikachu, que de la declaración de guerra de quien ostenta el título de presidenta del órgano político más poderoso de nuestro país. Quizás usted piensa que exagero al hablar en estos términos y que estoy sobredimensionando el asunto como lo hiciera el Presidente Piñera cuando habló al país en medio del estallido revolucionario. Pero concédame el beneficio de la duda. Entiendo sus aprensiones si nos quedamos en el plano de lo que simboliza la negativa a tomarse un minuto de silencio en memoria de una víctima del terrorismo. Pero me parece que, si pasamos del plano simbólico al práctico, las cosas cambian.

Lo que, producto de las tinieblas morales en que se encuentra la mayoría y la genuflexión servil de opinólogos, comunicadores y académicos, ha pasado desapercibido, es la incitación a la guerra que cierta élite, enquistada en la Convención Constituyente, ha hecho a la ciudadanía. Y es que, como afirma John Locke, cuando los legisladores legislan atentando en contra de la libertad y la propiedad, se ponen en la posición de enemigos respecto a quienes los eligieron. Ello debido a que, todo aquel que nos prive de la propiedad y libertad, está atentando en contra de nuestro derecho a la autoconservación. Si no me cree, pregúntele a su vecino venezolano.

De lo planteado se sigue que los ciudadanos tenemos derecho a la desobediencia civil, puesto que más vale volver al estado previo a la elección que someterse a los dictámenes de hombres que se han atribuido una condición superior a todos los demás. Sólo desde esta perspectiva puede entenderse la ley mordaza, la renuncia a regular expropiaciones, el avance del Estado plurinacional, el desmantelamiento de las FF.AA., los plebiscitos dirimentes y un largo etcétera de medidas que cualquier persona, con sólidos parámetros morales, entendería como una declaración de guerra.

Fuente: https://ellibero.cl/opinion/vanessa-kaiser-declaracion-de-guerra/

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