26 de octubre, 2019

 

 

Vanessa Kaiser 

Es necesaria una transformación profunda del Estado, la denuncia de su captura por grupos minoritarios y la redacción de leyes que se tomen en serio el respeto y uso adecuado de los impuestos. Asimismo, se requiere de un Estado de Derecho que aplique sanciones y exija responsabilidades a quienes destruyen las instituciones.


“No tenemos nada que perder”, decían varios cuando comenzaron los días de furia. Hoy, en medio de la marea de comentarios, columnas, noticias verdaderas y falsas esparcidas por las redes, los odios y las buenas intenciones, es difícil encontrar la hebra de ideas compartidas por la mayoría ciudadana que legitima la democracia. A esa tarea podemos abocarnos quienes tenemos las herramientas para acercarnos a la realidad desde un punto de vista distinto al de los que defienden su terruño, intereses o ideologías que, o son particulares, o compartidas por pequeños grupos cuyos fines suelen estar asociados a la captura del poder en pos de su propio beneficio. De ahí que dedico este espacio a reflexionar sobre algunas de las ideas que, me parece, la mayoría comparte, pero han tenido poca visibilidad.

Lo primero que hoy los ciudadanos sabemos es que, en realidad, tenemos mucho que perder. No sólo la paz, la normalidad de una vida que fluye por ciertos cauces y la invaluable infraestructura ahora destruida, sino, sobre todo, la vida misma de las personas. Nadie nos va a devolver a las víctimas de este caos; sólo por eso todos debiésemos pensar antes de incendiar los ánimos.

No cabe duda de que la mayoría quiere que las demandas se planteen en instancias institucionales o en movilizaciones pacíficas que prescindan de la violencia. En este punto cualquier sector político que llegue a gobernar se encuentra con dos problemas fundamentales. El primero es que el espacio público parece estar cerrado al debate ciudadano responsable -a lo que los medios contribuyen sin asco, repitiendo únicamente aquellos eventos que destacan por su violencia y/o vulgaridad- mientras las autoridades de turno suelen estar desconectadas de los tremendos desafíos que enfrenta el ciudadano a quien representa. La mezcla de ambos elementos es explosiva. Pero no porque abra espacio a la violencia de ciertos grupos extremistas que parecen ser la primera línea de fuego de una sociedad que demanda al Estado una mejora en la calidad de vida o un retorno mayor de sus esfuerzos. El problema de fondo es que legitima la violencia como el único medio eficaz en la consecución de los objetivos que se proponen. En palabras de un profesor de enseñanza media cuya “cátedra magistral” frente a sus inermes alumnos circula por redes: “entiendan que es necesario un cambio; porque aquí el que me dice que destruir y el caos no es un cambio se equivoca. Porque para establecer el capitalismo, primero murió la monarquía. Porque para establecer la monarquía primero murió la hegemonía de la Iglesia Católica; porque para la hegemonía de la Iglesia Católica primero tuvo que morir el Imperio Romano. Entonces si alguien me dice que el nuevo sistema social es imposible se equivoca. Porque cuando en otros países empezó la revolución […], el primer síntoma fue el alza de pasajes y como aquí no estudian historia no tienen idea de lo que se viene ahora […] [sic]”.

Después de escuchar a ese profesor (y a otros que educan adhiriendo a la vía violenta como medio de transformación social), observar lo que ha sucedido en el Instituto Nacional y la Universidad de Chile no pueden extrañarnos los resultados del estudio aplicado por la Agencia de Calidad de la Educación a alumnos de 8° básico en 2018. Uno de cada tres estudiantes considera la violencia como un medio legítimo y, aún peor, el 65% afirma estar de acuerdo con que el fin justifica los medios. Es urgente hacernos cargo de la falta de educación cívica de nuestros jóvenes. Pero no vamos a persuadir a los profesores de que viven en un país donde los cambios pueden lograrse sin violencia mientras no existan vías institucionales, sus sueldos sean miserables, no tengan ningún interés asociado al bienestar de los establecimientos en que trabajan ni se implementen cambios importantes en los contenidos obligatorios.

La absoluta falta de una legislación que castigue con firmeza ejemplar la corrupción política y burocrática no sólo produce rabia, destruye la fe en las instituciones y aniquila las esperanzas de quienes quisieran que sus impuestos fuesen en beneficio de quienes más lo necesitan.

Este análisis nos lleva a una segunda idea ampliamente compartida: los chilenos no queremos una educación de calidad, la necesitamos. Parte importante de la misma se logra únicamente si los profesores, en lugar de enseñar consignas ideológicas, se dedican a entregar las herramientas que sus estudiantes requieren para la realización de sus proyectos de vida. Es necesario un plan que se haga cargo de su capacitación en torno a los pilares de la democracia, único sistema político que reemplaza la violencia por el diálogo, el pensamiento único por la comprensión de diversas perspectivas y la revolución sangrienta por el voto mayoritario.

Pero la erradicación de la violencia no sólo se trata de un problema curricular. Nuestros profesores debiesen tener experiencia en el extranjero, hacer pasantías en países diversos de modo de ampliar su mirada más allá de las estructuras mentales moldeadas por una inteligencia cuya genialidad es la de traducir todas las limitaciones materiales de la vida con los códigos de aquello que llaman “violencia sistémica del capitalismo.” Usted se preguntará a qué se refieren con esa expresión. Bueno, le cuento: quienes justifican el uso de la violencia comparten el relato de varios autores marxistas que explican toda insatisfacción, deseo no realizado o limitación económica por la existencia de un sistema que es en sí mismo violento. Žižek es uno de ellos y en Sobre la violencia lo expone en los siguientes términos: “Es ahí donde reside la violencia sistémica fundamental del capitalismo, mucho más extraña que cualquier violencia socioideológica precapitalista: esta violencia ya no es atribuible a individuos concretos y a sus <<malvadas>> intenciones, sino que es puramente <<objetiva>>, sistémica, anónima”. En este marco el diálogo es violencia, la educación es violencia, el gobierno es violento, el mercado es violencia, la democracia también es violencia… y, por tanto, todos tenemos derecho a responder con violencia. Peor aún, bajo su mirada, la tolerancia, la preocupación por el terror, los asesinatos en masa, la violencia ideológica de los agentes sociales e individuos malvados no son más que un “intento […] de distraer nuestra atención del auténtico problema”, una preocupación burguesa que mantiene vigente la violencia sistémica. En este contexto pierden valor todos los marcos éticos compartidos en torno al diálogo, la empatía, la defensa de los Derechos Humanos, el deseo de paz, etc.

Una tercera idea que habita en las mentes de la mayoría es el rechazo visceral a la corrupción y la impunidad. Desde MOP- Gate a Dávalos no hay ni un solo ser humano que haya estado preso un par de años por robo o mal uso de los fondos públicos. La absoluta falta de una legislación que castigue con firmeza ejemplar la corrupción política y burocrática no sólo produce rabia, destruye la fe en las instituciones y aniquila las esperanzas de quienes quisieran que sus impuestos fuesen en beneficio de quienes más lo necesitan. Peor que eso, mantiene los incentivos para un alza permanente de impuestos, el mal uso de los fondos públicos y las presiones por el cambio del sistema de AFP. Y es que seamos imaginativos; supongamos que en Chile robar dineros públicos fuese un delito de la misma gravedad que lo es el homicidio, ¿no cree usted que disminuiría de manera importante el número de interesados en aumentar los impuestos y permitir a los políticos el acceso al dinero de las pensiones?

Es necesaria una transformación profunda del Estado, la denuncia de su captura por grupos minoritarios y la redacción de leyes que se tomen en serio el respeto y uso adecuado de los impuestos. Asimismo, se requiere de un Estado de Derecho que aplique sanciones y exija responsabilidades a quienes destruyen las instituciones, aprovechándose del fuero que originalmente tenía por propósito reducir la posibilidad de presionar a los parlamentarios de cambiar su voto por temor a ser enjuiciado. El problema es que hoy ese fuero los ha dejado inmunes ante ciudadanos que todos los años nos enteramos de nuevos abusos y vivimos en la impotencia de observar cómo las leyes se suspenden para algunos, mientras se aplican a otros. No olvidemos las sabias palabras de los fundadores de la democracia norteamericana cuando nos advertían que, si “el espíritu vigilante del pueblo […] alguna vez ha sido degradado hasta el punto de tolerar una ley que no sea obligatoria tanto para la legislatura como para el pueblo, el pueblo estará preparado para tolerar cualquier cosa menos la libertad.”

Fuente: https://ellibero.cl/opinion/vanessa-kaiser-nada-que-perder/

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