19 DE NOVIEMBRE DEL 2019

 

 

por DARÍO ENRÍQUEZ


Quién es quién en nuestra América

 Hace casi un cuarto de siglo, el pensador italiano Umberto Eco (1995) pronunció en la Universidad de Columbia un célebre discurso que se ha convertido en referencia obligada cuando se trata de abordar el fenómeno del fascismo. En ese discurso, Eco caracteriza el fascismo como una suerte de “totalitarismo difuso” y enumera hasta catorce señales de su presencia. Advierte que el fascismo original ha mutado a diversas formas actuales, a diferencia del nazismo que terminó siendo un fenómeno único e irrepetible. No necesariamente estos catorce elementos deben cumplirse simultáneamente. Cada uno de ellos va configurando una amenaza creciente conforme se aglomeran y articulan como parte de un proyecto mesiánico, autoritario y fuertemente estatizado en alianza con grandes empresas mercantilistas.

Como se sabe, históricamente el fascismo se identifica como el movimiento político y acaso la ideología que sustentó el régimen de Mussolini durante la entreguerra. Surge como una tercera vía frente al socialismo marxista de la URSS y el capitalismo de Occidente. Tal vez por eso es tan común encontrar ciertos rasgos fascistas en regímenes que pretenden equidistancia respecto de esas dos corrientes hegemónicas. “Yo toda mi vida fui un socialista internacionalista, hasta que llegó la gran guerra y me convertí en un socialista nacionalista, eso es el fascismo”, decía Benito Mussolini (Vidal, 2018). En términos mucho más llanos, se definía tanto anticapitalista como anticomunista.

El notable intelectual español César Vidal identifica –entre muchos otros– dos rasgos centrales del fascismo y sus versiones sucedáneas: a) dependencia de un “hombre providencial”, aquel “hombre fuerte” que denuncia Vargas Llosa (2015), aunque su zigzagueante y menuda biografía política lo encuentre apoyando más de una vez aquello que supuestamente aborrece; b) referencia a un pasado glorioso o una gesta fundacional, afectados y hasta destruidos por un enemigo irreconciliable. En cuanto al hombre providencial, coincide con el comunismo y su culto al líder. Empero, difiere del comunismo en que éste pretende escribir la historia desde cero, construir su paraíso terrenal sin referencias a un pasado que desea dejar atrás. Sólo cuando tiene que enfrentar a Hitler y el nazismo, la URSS recurre a recuperar la figura épica e histórica de la “Santa Madre Rusia” para, en su defensa, cohesionar a su Pueblo contra el invasor (Vidal, 2018)

Es claro que hoy el término “fascista” se ha apartado de su real naturaleza, significado y esencia, para ser usado como arma cavernaria arrojadiza contra un adversario político. Quien lanza la piedra generalmente se autodefine como “de izquierdas” y así, el tachado de “fascista” siempre será “de derechas”. Se suele llamar “fascista” a muchos que nada tienen que ver con el fascismo. Parafraseando al infierno de Jean Paul Sartre, podríamos decir: “Fascista, es el otro”. Desde las izquierdas, siguiendo las enseñanzas del genocida comunista Joseph Stalin, todo disidente es estigmatizado como “fascista”. En todo régimen autoritario que se reclame socialista (valga la redundancia), cualquiera que se atreva a pensar diferente será tratado como disidente. Recordemos la advertencia que nos hizo llegar Sir Winston Churchill: “Los fascistas del futuro se llamarán a sí mismos antifascistas”.

El escritor español Sánchez Dragó (2012) ubica el uso cotidiano de “fascismo” en los entrecejos del debate y la acción política, como “todo intento de imponer al prójimo tus ideas –sean cuales fueren estas ideas– por medio de la violencia”. Si tenemos que estas prácticas frecuentes y sistemáticas suelen tener soporte en el ejercicio de la violencia desde instancias estatales o con la impunidad de un Estado al servicio de estos afanes, vemos con alarma que diversas variantes de fascismo estarían floreciendo en nuestro mundo del siglo XXI.

No es difícil encontrar una asociación directa entre estas caracterizaciones del fascismo y el autodenominado “scialismo del siglo XXI”. Tanto en forma como en fondo. Por eso Hugo Chávez era motejado como “Mussolini tropical”, por un histrionismo casi calcado de “El Duce”. La gesta fundacional “bolivariana” –con mucho de ficción y hasta de falsificación– agrega ese otro elemento constitutivo del neofascismo chavista. Además, debemos tener en cuenta esa fuerte tendencia a sostener un andamiaje de “derechos sociales” construido e impuesto por un Estado autoritario. Aquí es donde se aúpan al neofascismo una serie de movimientos militantes que se ponen en evidencia en “El libro negro de la nueva izquierda” (Laje y Márquez, 2016). Desde ese andamiaje, las necesidades del colectivo se declaran superiores a los derechos individuales, imponiéndose a discreción del líder y su aparato represivo estatal (Kaiser, 2015). Se liquidan entonces los derechos fundamentales de vida, libertad y propiedad, en nombre del colectivo.

Si vemos el caso de Evo Morales, su proyecto totalitario echó raíces tanto en su personalísimo mesianismo como en la invocación a un glorioso pasado prehispánico trunco como consecuencia del conquistador opresor. Así, apelaciones étnicas, culturales y raciales para la reivindicación de lo indígena, también forman parte de su versión neofascista. Lo fue en su momento para Mussolini, la gran Roma y la recuperación de su orgullo imperial. De este modo, la concurrencia de un liderazgo mesiánico, la evocación de un pasado glorioso o de una gesta fundacional destruidos por un “enemigo”, junto al atropello de derechos individuales en nombre de un difuso y arbitrario “interés colectivo”, configuran con claridad al neofascismo o al “socialismo del siglo XXI” en el caso de nuestra América ¿Se anima, estimado lector, a dar un vistazo a nuestro barrio?

Fuente: https://elmontonero.pe/columnas/este-es-el-racismo-del-siglo-xxi

.