04 de diciembre, 2019

 

 

 

 

 

Vanessa Kaiser
Acádemica Universidad Autónoma


Si pudiésemos comprobar que los ciudadanos no desean la igualdad por la igualdad, sino mejores condiciones de vida; que tampoco estarían de acuerdo con un Estado que beneficie a ricos y pobres por igual, ni con la destrucción de aquella riqueza que se ha logrado a través de procedimientos justos y permite profundizar un mercado donde anidan los sueños de nuestros estudiantes, los intentos de destruir la institucionalidad perderían parte importante de su fuerza.


La necesidad de comprender la crisis actual es acuciante. La sola desigualdad no explica nuestros problemas. Menos aún cuando tenemos la mayor movilidad social de los países de la OCDE (23% de hijos de padres de bajos ingresos ahora están en el 25% de mayores ingresos de la población, OCDE 2018) y ostentamos todas las condecoraciones en la superación de la pobreza (31% en 2000 a 6,4% en 2017, Banco Mundial). Nuestros avances hacia una vida digna son gracias al modelo contenido en El Ladrillo –base de la política económica del gobierno militar-, el cual, ciertamente, no se preocupa de la desigualdad.

A la base se encuentran dos intuiciones fundamentales que una lectura detenida de sus principios descubre con facilidad. La primera es que a nadie le importa si el otro tiene másel conflicto surge cuando las condiciones materiales son paupérrimas, destruyen las oportunidades y la alegría de vivir. La segunda dialoga muy bien con el principio rawlsiano de la diferencia, que afirma que “las expectativas más elevadas de quienes están mejor situados son justas si y sólo si funcionan como parte de un esquema que mejora las expectativas de los miembros menos favorecidos de la sociedad” (John Rawls, Teoría de la Justicia). Este principio puede explicar cierta relación entre los índices de desigualdad y los de la superación de la pobreza que tendría que ser analizada antes de pensar en cambios radicales hacia la construcción de un Estado Benefactor cuyo fracaso ha puesto el sello de la miseria a las vidas de millones de Latinoamericanos. Si pudiésemos comprobar que los ciudadanos no desean la igualdad por la igualdad, sino mejores condiciones de vida; que tampoco estarían de acuerdo con un Estado que beneficie a ricos y pobres por igual, ni con la destrucción de aquella riqueza que se ha logrado a través de procedimientos justos y permite profundizar un mercado donde anidan los sueños de nuestros estudiantes, los intentos de destruir la institucionalidad perderían parte importante de su fuerza.

¿Queremos los chilenos un Estado Benefactor entregue servicios a ricos y pobres por igual? ¿Tienen razón los autores de El otro modelo cuando interpretan el malestar como una señal de desacuerdo respecto a un sistema fundado en el desprecio de lo público, obviando que en nuestro país las empresas estatales son ejemplo de despilfarro y mala gestión?

Es increíble la capacidad de apropiación que los intelectuales de izquierda tienen del debate. Y cómo no va a ser así cuando ellos gobiernan en la mayoría de las universidades, influyen fuertemente en el discurso hegemónico que los profesores transmiten a sus estudiantes y, más importante aún, manejan la psicología de las personas desde una conciencia clara respecto al legado psíquico del cristianismo, manipulando las pulsiones de culpa y pecado a su favor (como ha quedado de manifiesto en estos días cuando los medios han hecho eco de intensas confesiones autoflagelantes).

A modo de abrir el debate propongo que pensemos sobre el malestar desde la noción de justicia intuitiva que Greg Lukianoff y Jonathan Haidt desarrollan en su libro Malcriando a los jóvenes estadounidenses. El análisis plantea que la justicia intuitiva “es la combinación de la justicia distributiva (la percepción de que las personas están obteniendo lo que merecen) y la justicia procesal (la percepción de que el proceso por el que las cosas se distribuyen y por el que las reglas se hacen cumplir es justo y confiable).” En este marco, hasta los niños de dos años perciben que la igualdad no siempre es justa. Si alguien limpió la sala de la escuela, mientras el compañero no ha hecho nada, los estudios citados muestran que la mayoría considera injusto que los dos reciban lo mismo. O sea que la proporcionalidad es fundamental a la hora de hablar de justicia, “los humanos favorecen naturalmente las distribuciones justas, no las igualitarias. […] La gente prefiere una desigualdad justa antes que una igualdad injusta”.

Analizar nuestra crisis desde esta perspectiva es fundamental. No sólo porque permite tener claridad sobre el problema de fondo, ayudándonos a hacer las reformas que el país necesita. Además, nos permite entender el éxito de un discurso hegemónico que se resiste al mérito, a las cifras de bienestar alcanzadas gracias a un modelo que pone el énfasis en los más pobres y, lo peor, manipula desde el emotivismo político a ciudadanos sin ninguna preparación en pensamiento crítico.

Fuente: https://ellibero.cl/opinion/vanessa-kaiser-justicia-intuitiva/

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