Por Enrique Subercaseaux
Director Fundación Voz Nacional


La mitología griega existe como un constructo colectivo.  Hechos de no fácil explicación, pero que había que ordenar dentro del imaginario colectivo, encontraron forma y cimientos dentro del esfuerzo creativo colectivo que cristalizaron la hilatura de mitos, que constituye la historia paralela de la antigua Grecia.

No es la única civilización que estimuló su creación. Todas las siguientes tiene una importante cuota mitológica.  Si se piensa bien, esta manera de hacer historia se acerca al populismo histórico: la sociedad tiene un decir, y la cronología se puede ir acomodando con diversas variantes, a gusto del pueblo.

Llegamos al siglo XX, una época que acumula conocimientos y experiencias como ninguna otra en el pasado, y el mito no solo sigue vivo, sino que se adentra en los pasillos del poder.

En efecto, a partir de Antonio Gramsci, y otra cantidad de autores de la orbita de izquierda, se preocupan de edulcorar el mito para presentarlo como una historia alternativa que precisa ser conocida para convencer en participar y, avanzar en el camino hacia la utopía socialista.

Evidentemente el largo camino hacia ella (aun en transcurso) precisa de mucha historia, mucha ficción y mucho engaño.  De allí la conveniencia de usar el “mito” ya que este por definición se basa en hechos y costumbres no comprobables. Pero que satisface a grandes porciones de la población. Esto, por una muy sencilla razón: todos pueden ser partícipes de la creación del mismo.

El dramatismo del mito lleva al compromiso emocional de los constructores del mismo. En este caso, el del proceso político, la real participación de la construcción de la utopía esta reservada a unos muy pocos: los que son capaces de crear una narrativa a partir de elementos que han sido cuidadosamente escogidos, y cuyo elemento épico es suficiente para atraer el interés y sublevar las emociones.

Toda revolución es una experiencia emocional: es por definición una experiencia colectiva, donde las fronteras del aporte individual se vuelven borrosas y se suman a un todo que es percibido por la masa como la totalidad de su horizonte: llegar a sus fronteras significa la exegesis de la utopía misma, a pesar que, en general, la sociedad o el colectivo, no se ha movido de un punto determinado. Ni avanza ni retrocede, pero se consume en las llamas de la revolución.

Para la construcción de tal estado, que carece de definición, y que es un poco la voluntad de todos, es preciso crear imágenes, crear mártires, crear símbolos.

De allí que los procesos revolucionarios vayan de la mano con una explosión creativa de arte panfletario. Un arte que se consume, y caduca, durante el proceso de revolución.

En Chile tenemos las pintadas de murallas, la épica de la conquista de un territorio, la destrucción de monumentos y lugares de culto. Los actos colectivos del feminismo radical, que parecen producto de mentes enajenadas, o sobreexcitadas con drogas.

Ello continuará y se multiplicará mientras dure la revolución, porque esa es la música, o el telón de fondo, de la tragedia que asola un país.

Para entender la sinrazón de una revolución como la chilena, que es producto del capricho, producto de una utopía que se quebró en 1973 (con el advenimiento del Gobierno Militar), hay que entender que parchar una utopía no es posible. Y que una nueva debe crearse a partir de escogidos elementos de una memoria selectiva.  Simultáneamente, se debe actualizar la temporalidad de las vivencias de la población. Entre 1973 y el 2018 se han sucedido muchas cosas, eventos, mutaciones y relatos que han cambiado completamente la escena.  No obstante, si se parte de un constructo/mito para avanzar hacia uno nuevo y distinto, es el algebra y la geometría del lenguaje la que tiene que ser modificada para acomodar las nuevas realidades y vivencias que se pretende modificar.

La sociedad vive de hechos concretos: trabajo, familia, hijos, espiritualidad, asuntos de dinero.  La construcción de un mito que produzca como conclusión una revolución se mueve en el plano de las emociones, del relato con visos de leyenda, del autoengaño colectivo.  En un mundo cada vez mas avaro de emociones, es cada vez más fácil vender el engaño.

Para hacerle frente, es preciso la actitud de quienes habitaron la Grecia mitológica:  impulsaron la racionalización lingüística de todo cuanto les rodeaba. Y la filosofía tuvo su gran expansión al fundarse sobre la razón por sobre las emociones, como la gran llave que abría los secretos de su existencia.

Pero aún hay más: los antiguos griegos se concentraron en templar su espiritualidad: el autoconocimiento como prerrequisito para entender el mundo que los rodeaba y sus caprichosas vicisitudes.

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