Gonzalo Rojas


"Conviene mirar el alma de algunos chilenos notables, porque cada uno de nosotros es poseedor de una chispa de trascendencia."


Los países, en sentido estricto, no tienen alma. Quizás por eso mismo, a algunas naciones les da por manifestarse como unas desalmadas.

Octavio Paz lo afirmó en “Itinerario”: “En las sociedades democráticas modernas los antiguos absolutos, religiosos o filosóficos, han desaparecido o se han retirado a la vida privada. El resultado ha sido el vacío, una ausencia de centro y de dirección. A este vacío interior, que ha hecho de muchos de nuestros contemporáneos seres huecos y literalmente desalmados, debe agregarse la evaporación de los grandes proyectos metahistóricos”.

Desalmadas. ¿No es así como calificamos, desde el 18 de octubre, tantas violencias, rebeldías y descalificaciones?

Por eso, para aprender, conviene mirar el alma de algunos chilenos notables, porque cada uno de nosotros sí que es poseedor de una chispa de trascendencia. Claro, Harari, con su proverbial simpleza, ha pretendido negarlo en “Homo Deus”: “Durante miles de años, la gente creía que todos nuestros actos y decisiones manaban de nuestra alma. Pero en ausencia de pruebas que lo respalden, y dada la existencia de teorías alternativas mucho más detalladas, las ciencias de la vida han descartado el alma”.

Si Harari tuviera razón, el dilema de Paz no vendría al caso. Y la vida en Chile estaría destinada a que manden los desalmados.

Pero no, esa no ha sido nuestra Historia y ese no será nuestro futuro.

La mirada busca, entonces, a ciertas almas privilegiadas que han forjado a Chile.

Montt, don Manuel, quien influyó en parlamentarios, funcionarios y jueces; en abogados, educadores y empresarios. Si hemos tenido austeridad, orden, sacrificio en lo ordinario y servicio público extraordinario, a Montt se debe en buena medida.

Vicuña Mackenna, don Benjamín, el gran reformador de Santiago. No ha habido quien no se beneficiara de su buen gusto, de su sentido de la proporción. Trazó y empedró calles, eliminó basurales; todo se lo dio a la ciudad.

Mistral, doña Gabriela, mostró la belleza de la palabra simple y el compromiso de la palabra madura. Por eso, a quienes la leen se les expande el alma, les pasa que adquieren una túnica de aire, expresión que ella misma usaba para la música.

Hurtado, don Alberto, cuya santidad en la oración y en la acción hizo que el poderoso, el abandonado, el intelectual y el analfabeto hayan experimentado siempre el cosquilleo de sus clamores y de sus propuestas. Un disparo a la eternidad, quería ser; un tirabuzón para el alma de los chilenos.

Guzmán, don Jaime, a sus 44 años había desplegado notables tareas: educador, fue asesinado al terminar una clase; político, murió por defender un principio básico: no ayudarás a los terroristas; comunicador, proclamó con la palabra final —una muerte serena— que la sangre arrastra.

Arrau, don Claudio. ¡Qué pocas posibilidades tenía de llegar a la cumbre! Pero no. Arrau fue la búsqueda, la constancia, el rigor, la plenitud juvenil y madura, hasta su culminación en una ancianidad de plena vitalidad. El alma se le escapaba por los dedos, se le fundía con las teclas.

Croxatto, don Héctor, en vuelo hacia un congreso en Asia comprobó que había perdido su ponencia. “La escribí de nuevo en el avión”, acotó el sabio. Hasta poco antes de su muerte —a sus 102 años— acudía al laboratorio, a sus experimentos. No había quién lo alejara de la ciencia.

Y de estas vidas nos hemos beneficiado todos.

Hoy, en plena y dura crisis, las ciencias están haciendo su parte: la Medicina y la Economía, y a la Política le espera la suya, con la urgencia de lo inevitable; pero son la Filosofía y la Religión, la Historia y las Letras las que deben alumbrar el sentido que vamos a darles a nuestras almas, hoy tan enfermas, tan dolidas.

Fuente: https://www.elmercurio.com/blogs/2020/06/03/79235/Para-el-alma-de-los-chilenos.aspx

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