miércoles, 27 de marzo de 2019

 

Gonzalo Rojas
Editorial El Mercurio

Las izquierdas nos comunican que "la derecha cultiva el discurso del odio". Es el nuevo mantra del autodenominado progresismo.
 

Cada cierto tiempo, la izquierda renueva sus ideas fuerza.

Hace ya unos años viene testeando -y con éxito- una nueva formulación que ha reemplazado a otras, a aquellas que en la década de los 60 del siglo pasado operaron con máxima eficacia, pero que hoy son frases totalmente desgastadas.

Atrás, en efecto, han quedado dulzuras como "La explotación del hombre por el hombre" y "El imperialismo depreda los recursos de los países pobres", cuya función refleja quedó en evidencia cuando se disolvió la Unión Soviética: el Gulag apareció en toda su magnitud y se conoció la estremecedora devastación ecológica de los satélites centroeuropeos.

Ahora, hace ya unos años y desde una matriz universal, las izquierdas nos comunican que "La derecha cultiva el discurso del odio". Es el nuevo mantra del autodenominado progresismo, ciertamente nada de purificador respecto de sí mismo.

La frasecita quiere ser eficaz respecto del pasado (pareciera que todas las derrotas de la izquierda se han debido a que la derecha ha odiado con más eficacia), en el presente (así se aplastan el ánimo y las convicciones de las derechas) y para el futuro (ya llegará el momento en que merecidamente desaparezca la derecha y solo puedan disputarse el poder las distintas izquierdas "amorosas").

El último vocero ha sido nada menos que el nuevo presidente del Senado, sí, el señor de la retroexcavadora. "No hay que banalizar las consecuencias que pueden traer aparejados estos discursos de odio", nos ha dicho para justificar su desaire al Presidente de Brasil. Y entonces mil voces replican la consigna: "el discurso del odio, el discurso del odio, el discurso...".

Pero, ¿en qué se nota, de verdad, el odio en el lenguaje público? Vamos a lo grueso, ya que el odio termina expresándose justamente así, de modo indisimulablemente grosero y tosco.

Odia el que le desea un mal o se lo procura a otro, ya sea después de una larga y meditada consideración, ya por un acto que parece pavloviano, pero que en realidad se ha incubado en capas más profundas, siempre de base racional. Se reconoce el odio en la vida pública por expresiones como "se merece lo que le ha sucedido", "ojalá le pase lo mismo que a...", "personas como él o ella no tienen perdón", "por qué no mataron a todos los de su tipo", y frases análogas. El otro, el que "merece" el odio, ha sido colocado en condiciones de ser aniquilado. Ha perdido "su derecho a apelación", en la certera expresión de Jorge Millas.

Por contraste, se dan otros comportamientos verbales en la vida pública que no son estrictamente de odio, aunque son justamente los que suelen ser rotulados como "discursos del odio". Son expresiones como "eso está mal", "eso no se hace", "esa persona debe corregir ese comportamiento", y otras frases parecidas. Esas formulaciones suelen ir acompañadas de un afán por distinguir las actuaciones ajenas de sus intenciones, por un propósito de involucrarse ayudando al que yerra, por una declaración que no exime de esas culpas a quien hace la crítica.

Pero son precisamente este tipo de afirmaciones las que indignan a las izquierdas, porque recuerdan la dimensión moral de todos los actos públicos. Y las izquierdas, ya se sabe, reniegan de la moral como criterio previo y solo la utilizan justamente para demonizar a los demás y validarse a sí mismas, siempre a posteriori.

Por eso, quienes -muy lejos del odio- aún se atreven a referirse a los actos públicos con criterios de bien y mal, se están viendo continuamente enfrentados a la descalificación y la persecución. El mensaje es muy sencillo: "No te atrevas a decir eso, porque serás etiquetado como 'el que odia'. Y mucho menos te atrevas a decir que, cuando así te tratan..., te odian".

Fuente: http://www.economiaynegocios.cl/noticias/noticias.asp?id=557188

 

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