Septiembre 10, 2021 

 

 

 

 

Fernando Villegas


“Participación” es uno de los muchos vocablos mágicos, benignos, ideales, fragantes, legítimos, indiscutidos, doctrinarios y dogmáticos con los que se hace política en estos días. Es el desiderátum de la política de izquierda, pero se lo cacarea también en la derecha. Hoy es inconcebible tratar de cualquier cosa o tema al que no se le pegue la estampilla participativa. Más específicamente, la estampilla de la “participación popular”. Con ese adjetivo se nos informa o más bien advierte de qué clase de participación se trata: es o debe ser una de carácter masivo, heterogéneo, transversal y universal al alcance de toda la ciudadanía, pero en especial -es una invisible e inaudible aunque real implicación del vocablo– de los “desposeídos”, quienes, se nos dice, jamás participaban en nada por estar en el fondo de la tabla, porque eran y son los marginados, los pobres, el “pueblo”, etc. Y ahora deben y teóricamente pueden participar para así –y aquí viene otra frase del diccionario y gramática del progresismo– “perfeccionar la democracia”.

Los chilenos ya hemos visto abundantemente en qué se traduce el desiderátum del perfeccionamiento de la democracia, artefacto que fue dudoso desde un comienzo y ha sido calamitoso a mediano y largo plazo. Se logra con el voto del pueblo, pero carece de beneficios para el público. La “participación popular” y el “perfeccionamiento de la democracia” se ha traducido no en más “empoderamiento” -otro cliché en boga– de doña Juanita sino en más empoderamiento de la clase política, en más instancias en las que los cargos han de ser entregados a militantes de los partidos ganadores en la tómbola eleccionaria, en más fuentes de ingreso para camaradas de pocas luces incapaces de ganarse la vida en el mundo privado, en un crecimiento tumoral del botín a repartir entre los feligreses del rank and file que desean poner orden a sus finanzas familiares con cargos burocráticos de ninguna utilidad, en más cargos directivos de suculentos ingreso e inamovilidad perpetua. Además se traduce día a día en más corrupción en todos los niveles del Estado, en más amiguismo, clientelismo, ineficacia, incompetencia, traslación de fondos desde el tesoro público a bolsillos privados, enriquecimiento ilícito y en términos generales, para poner fin a esta lista, en un deterioro masivo, colosal, quizás irremediable de la fe Pública, la función pública, la gestión pública y finalmente el desarrollo económico. La estación final del proceso tiene ya su nombre en la literatura de las ciencias políticas. “Estado fallido”.

En la raíz del concepto y las prácticas deletéreas a que da lugar hay una fatal confusión entre lo “público” y lo “popular” así como entre “participación política” y “participación en la gestión”. Lo público es lo que atañe al Bien de la República y la comunidad ahora y en el futuro; su sujeto es la nación, la ciudadanía. En lo público, al menos en su forma ideal, lo que guía las políticas es la razón y el cálculo costo-beneficio. En lo popular, en cambio, lo que vale no es lo que necesita la nación sino sólo la parte vociferante y votante de ella exigiendo de sus elegidos bienestar inmediato cualesquiera sean las consecuencias incluso a corto plazo. La forma extrema de “lo popular” es el populismo, etapa cancerosa y terminal de la que vemos en Chile y a cada hora nuevas muestras en la forma de proyectos absurdos, legislaciones delirantes, medidas efectistas y costosas y en suma una rendición absoluta y catastrófica del criterio y la decencia.

La democracia sana tiene un ámbito y sólo uno donde la “participación” ciudadana, popular, etc. tiene sentido a pesar de sus inevitables distorsiones: es aquel donde se deciden las vías que ha de seguir el país – o la comuna, la provincia, etc.– por medio de la elección de las autoridades. No es que en esos casos la “sabiduría popular” -otro término del vocabulario político– opere con magnífica precisión y razón pues muy bien puede preferir, lo cual ha ocurrido incontables veces, el peor rumbo posible, pero la función de dicho sufragio NO ES un acto académico para dirimir la VERDAD, sino un medio de contar cabezas y no bayonetas para asegurar que la sociedad, sea cual sea el camino que siga, cuente con un apoyo mayoritario. El voto decide no necesariamente lo mejor, sino principalmente asegura o promete estabilidad, la que da la mayoría; la democracia tiene como su objetivo principal aunque velado la paz social, no la racionalidad.

La gestión es cosa muy distinta. Su territorio no es de las decisiones nacionales o colectivas para asegurar un mínimo de estabilidad, sino el del manejo de organismos, reparticiones y aparatos administrativos con el fin de asegurar la máximum eficacia. La gestión no tiene como fin y vara de medida la participación y la paz social, sino la eficiencia, la cual supone que quienes estén a cargo sean profesionales del ramo, expertos en su materia, conocedores de al menos el ABC del asunto. El pueblo de un avión, sus pasajeros, podría en algún caso y por elección decidir -participar– acerca del destino del vuelo, pero “participar” en la cabina de pilotaje es otra cosa.

Hoy buena parte de las ineficiencias e irregularidades que se observan en la conducción de los asuntos resulta de confundir, por ignorancia o por designio, tan distintos ámbitos. No veríamos en los municipios el grado de irregularidades vergonzosas e ineptitud flagrante que hoy se ve SI los funcionarios a cargo fuesen expertos en administración, gestión comunal, etc. y dependientes, en caso de ineficacia o robo, de una inmediata reacción del Estado central. Se cacareó sobre el perfeccionamiento de la democracia eligiendo a todo el mundo y sólo se logró con eso hacer “participar” en el saqueo del erario público a hordas de camaradas de todos los colores. Flor de participación.

Fuente: https://elvillegas.cl/2021/09/10/de-la-participacion/

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