Gonzalo Ibáñez S.M,
abogado


Se ha hecho un cierto lugar común de nuestra historia reciente creer que el pronunciamiento militar de 1973 puso término a la democracia en Chile. De Guillermo Teillier hasta Sebastián Piñera, pasando por políticos de muchos colores, todos, cual más cual menos, sostienen esa afirmación como un dogma de fe contra el cual ninguna argumentación es considerada válida.

Por otra parte, ellos mismos juzgan que, con el término del gobierno militar y el comienzo de los gobiernos civiles, la democracia retornó en 1990. Pero, esta tesis esconde un contenido sorprendente cual es el de que, si bien hubo un cambio de gobierno que se celebra como retorno a la democracia, no lo hubo de la política llevada adelante por el gobierno militar. La democracia a la cual accedimos fue así la de un régimen civil, pero con un contenido tomado del gobierno militar.

Con todo, esos mismos políticos no han querido reconocer este hecho y, al contrario, se han dedicado a denostar al régimen militar con lo cual han terminado por confundir a la opinión pública. Una parte importante de ésta, en definitiva, ha concluido por aceptar la tesis de la maldad del gobierno militar y de toda su obra, incluyendo aquella que fue continuada por los gobiernos de la Concertación y de Sebastián Piñera. Y, por aceptar que, si bien hubo algún progreso en ese período, mucho mejor hubiera sido continuar con el régimen marxista vigente hasta 1973. Con toda lógica, se ha concluido asimismo que, si la democracia se clausuró cuando los militares accedieron al poder, sólo cuando volvamos a un régimen como el de Allende de la época, podremos celebrar un auténtico retorno a la democracia.

Esta prédica, constante casi durante treinta años, sin que al frente nadie saliera en defensa del régimen militar, y menos que ninguno, aquellos partidos formados en su momento para defender su obra y proyectar su legado, culminó con el estallido de octubre de 2019. Después, los acontecimientos se precipitaron: violencia, vandalismo, terrorismo hicieron su aparición como actores importantes de la vida comunitaria. Por otra parte, la decisión de abrogar la constitución vigente para dar paso a una nueva que recogiera los ideales que se imponían en el país, marcó, sin duda, el cierre de la etapa de la vida nacional que había comenzado casi cincuenta años antes y el retorno -esta vez, sí- al régimen imperante el día anterior a ese comienzo. Entonces se pudo decir que en Chile había retornado, por fin, la democracia. Los treinta años transcurridos desde 1990 no habían sido sino un simulacro de retorno. El de ahora, era de verdad, y así lo demostró la elección presidencial del momento: el desmoronamiento de las coaliciones políticas imperantes durante esas décadas para dar paso al movimiento que se reclamaba como fiel sucesor de las políticas vigentes hasta 1973.

Pero, como entonces, las brutalidades, los errores, la soberbia y el fracaso de esas políticas han despertado al país que nuevamente sale a dar la pelea por su supervivencia. Es, otra vez, la “agonía” de nuestra democracia, la lucha por la vida cuando la muerte se asoma como una posibilidad real y cercana. Es la que se está librando, con angustia, de cara al plebiscito del 4 de septiembre. El triunfo de la opción Apruebo encierra, sin duda, el riesgo de poner término a nuestra historia, poner término al Chile que hemos forjado durante quinientos años, para dar paso a una entelequia que, tal vez mantenga el nombre, pero no mucho más. En este contexto, la plurinacionalidad no significa otra cosa que la segmentación de nuestro territorio y la división de los chilenos en grupos que fácilmente pueden devenir en antagónicos; el liberacionismo sexual, no significa otra cosa que el término de la familia como célula básica de la sociedad y la corrupción de nuestra juventud; la interrupción voluntaria del embarazo no significa otra cosa que hacer añicos el derecho a la vida como fundamento de la convivencia entre nosotros; el término del estado subsidiario no significa otra cosa sino la llegada de un estado omnipotente, del cual va a depender la existencia de los ciudadanos hasta en el menor de sus detalles y que, al final, no podrá sino repartir miseria, pobreza y abyectas condiciones de vida. Como en Cuba y en Venezuela. Ya lo estamos viviendo con el renacimiento de un fenómeno que creíamos para siempre sepultado: la inflación.

Eso es lo que está juego en Chile en los días que corren, como hace cincuenta años en los días que corrían entonces: la supervivencia de nuestro país. Nunca hay que darla por perdida, pero para asegurarla desde luego, una sola alternativa de cara al plebiscito del 4 de septiembre: votar Rechazo.

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