08 de julio, 2020 

 

 

 

Orlando Sáenz Rojas
Empresario y escritor


 Como yo fui no solo uno de esos pocos lectores, sino que el propietario de uno de los tres ejemplares de «el ladrillo», he llegado a la conclusión de que ya es hora de relatar completa y ordenadamente la historia de este documento porque será necesaria para los eruditos que resuman el devenir del país en el último medio siglo.


 

En una reciente reflexión tuve que aludir reiteradamente al proyecto económico que un numeroso y trasversal grupo de economistas preparó entre 1971 y 1973 con el propósito de ofrecerlo al gobierno que surgiera tras el movimiento que logró sustituir al desastroso de Salvador Allende y su Unidad Popular (UP). El voluminoso documento en que ese proyecto se resumió fue bautizado como “el ladrillo” y a su propósito se forjó una verdadera leyenda que, en sus varias versiones, acumuló una larga lista de falsedades sobre su origen, su autoría, su contenido y su verdadera vigencia durante el período en que gobernó al país el régimen militar surgido a consecuencia del golpe de estado del 11 de septiembre de 1973.

Lo que provocó su destino mítico fue que de su resumen se hicieron solamente tres ejemplares y que estos se empastaran con una cubierta de color ocre que motivó su apodo de “el ladrillo”, por los que fueron muy pocos los que lo vieron con sus propios ojos, sin perjuicio de que muchos de sus conceptos fundamentales fueran difundidos en otros documentos de lo que era un resumen sistematizado. Como yo fui no solo uno de esos pocos lectores, sino que el propietario de uno de esos tres ejemplares, he llegado a la conclusión de que ya es hora de relatar completa y ordenadamente la historia de “el ladrillo” porque será necesaria para los eruditos que resuman el devenir del país en el último medio siglo. Lo que sigue a continuación cumple ese propósito.

Asumí la presidencia de la Sociedad de Fomento Fabril (Sofofa) el 2 de junio de 1971 y una de las condiciones que impuse para hacerlo fue la de que tendría un período de tres meses en que haríamos la prueba de colaborar lealmente con el gobierno recién inaugurado de Salvador Allende, bajo la premisa de que era un régimen legitimo que tenía el derecho a realizar el programa que le había prometido al pueblo chileno durante la campaña electoral. De esa manera, me comprometí a que, en septiembre de ese año, presentaría las conclusiones de esa prueba y la recomendación de un curso a seguir de allí en adelante.

Ni qué decir tiene que, al iniciarse el mes de septiembre, teníamos el más contundente conjunto de pruebas para demostrar que el gobierno buscaba en realidad la implantación de una muy ortodoxa dictadura del proletariado, que el programa que había ofrecido había sido un vulgar “cazabobos” y, por consiguiente, que la Sofofa tendría que prepararse para enfrentar una batalla por la supervivencia misma del sector privado. Para ello propusimos un gigantesco esfuerzo para financiar un programa que incluía un sistema de captación de recursos en escala inédita, la organización de un sistema de un aparato de inteligencia de gran calidad y eficiencia, y la creación de un grupo de estudios económicos de una calidad y transversalidad como nunca había existido en el país. La misión fundamental de ese centro de estudios sería proveer de muy sólidos análisis de los efectos que sufría el país por el actuar del gobierno en curso y, sobre todo, de preparar un plan de gobierno económico alternativo.

Sabíamos que el éxito de esta última iniciativa dependía de dos factores fundamentales: de reclutar al encargado adecuado y de dotarlo de un poder convocatorio que le permitiera conseguir la colaboración de la amplia gama de economistas en que habíamos pensado y que abarcaba todas las corrientes ideológicas de la oposición democrática.

Para nuestra fortuna, fuimos certeros en la elección de ese encargado ideal, como fue Sergio Undurraga. Joven, enérgico, sumamente asertivo y directo, profesionalmente muy reputado, comenzó por asegurarme que, para que su labor fuera efectiva, era indispensable “esconder” a la Sofofa, porque la imagen de ella estaba tan asociada al conservatismo y la oligarquía que sería imposible reclutar a varios de los economistas escogidos si su organización parecía una dependencia de ella. Estuve de acuerdo con él y de allí que le arrendáramos oficinas separadas, redujéramos los contactos al mínimo necesario para traspasarle recursos y reducimos al máximo el número de nuestros dirigentes que conocían nuestra vinculación con la organización que Sergio fue formando. Fue así como, con un sigilo a prueba de periodistas, montamos las oficinas que serían la cuna del “ladrillo”, que quedaron situadas en un piso del edificio de la Plaza Bulnes en cuyos bajos funcionaba el cine Continental.

Hay más diferencia entre el manejo de un Sergio de Castro y un Hernán Büchi, o entre el de Raúl Sáez y Luis Escobar, que entre la que puede haber ahora entre Valdés y Briones. Pero todo eso no evitó que el famoso “ladrillo” se convirtiera en leyenda y, finalmente, en reliquia.

Pero, así y todo, el problema de la convocatoria parecía irremontable. El propio Sergio Undurraga reconocía que era incapaz de convocar eficazmente a varios de los listados que consideraba indispensables. Pronto concluimos en que solo responderían si los “empujaban” los líderes máximos de las corrientes ideológicas que les eran afines, lo que parecía imposible conseguir. Pero, a esas alturas (primavera de 1971), yo ya había aprendido que los grandes problemas solo se resuelven con grandes soluciones o, dicho de otro modo, que las batallas imposibles se ganan solo con movimientos que parecen imposibles, por lo que opté por invitar a una cena privada en mi casa a don Eduardo Frei, a Sergio Onofre Jarpa, a Julio Durán y a Jaime Guzmán y, con toda ingenuidad, les pedí ayuda para lograr armar el equipo trasversal de economistas que concibiera un plan de gobierno económico que, contando con una muy amplia base política, fuera capaz de provocar en el país una inédita dinámica de acelerado desarrollo.

Fue, en verdad, una velada inolvidable. Faltaban muchos meses para que el diálogo político entre las fuerzas antimarxistas alcanzara la fluidez que ya tendría a principios de 1973, de modo que, durante horas de conversación, hubo varios momentos en que todo acuerdo pareció imposible.  Pero, al borde de la madrugada, llegamos a un consenso condicionado a que la SOFOFA se limitaría a asumir todo el costo, renunciando a influir de cualquier manera en las conclusiones del proyecto económico resultante. A cambio de eso, mis invitados se comprometían a ocuparse personalmente de fomentar la colaboración de los economistas que les eran afines, garantizándoles la total independencia del grupo que coordinaría Sergio Undurraga. Y así fue como se logró que, al alborear 1972, tomara ya forma el creciente grupo de talentos que produciría “el ladrillo”.

Pero el camino estuvo plagado de inconvenientes, el principal de los cuales fue el de sincronización con el acontecer político. Inicialmente diseñado para cinco años de preparación, la creciente evidencia de que el gobierno de Allende colapsaría mucho antes de su plazo constitucional obligó a penosas podas y aceleraciones. Ello nos hizo desistir de la idea de organizar otro “brain–trust” para diseñar una política social que lograra distribuir más homogéneamente el sacrificio inicial y la prosperidad posterior que sabíamos provocaría la aplicación del plan económico. La carencia de ese soñado “ladrillo” social se demostraría muy penosa en los acontecimientos que siguieron.

Como quiera que fuera, mi última y dramática entrevista con el Presidente Allende (que relaté puntualmente en mi libro “Testigo Privilegiado”) me demostró a principios de julio de 1973 que el propio mandatario presentía la inminencia de una intervención militar y ello me movió a urgir la preparación de un resumen del plan económico para tener tiempo de difundir el sustentado concepto de que existía una clara idea de como enfrentar la terrible situación económica en que se encontraría el país al iniciarse un eventual nuevo gobierno. Por cierto, no sabía entonces que ese esfuerzo de difusión me convertiría en el escogido para enfrentar la contingencia.

La respuesta a mi urgencia de ese invierno de 1973 fueron los tres ejemplares del “ladrillo” a que me he referido. Con el mío bajo el brazo inicié mi trabajo de emergencia el sábado 15 de septiembre y, pese a estar siempre absorbido por la emergencia, traté en los siguientes seis meses que efectivamente el documento se convirtiera en la “hoja de ruta” del nuevo gobierno en materia de política económica. Pero, ¿lo fue?

La respuesta, necesaria y trascendente, es ambigua. Lo fue en algunos aspectos generales y en algunas ideas matrices fundamentales, como la trasformación de Chile en un país claramente abierto al comercio exterior y al libre flujo de capitales, la subsidiaridad del estado, los equilibrios fiscales, la independencia del Banco Central, etc. No lo fue en muchos aspectos fundamentales de la conducción económica, como la estructura tributaria, el control del gasto público, el manejo del tipo de cambio, la regulación del mercado de capitales, etc. Contra lo que muchos chilenos creen, el gobierno militar no tuvo una política lineal y constante, conoció diversos episodios muy diferentes entre sí y obedeció a diversas escuelas de conducción económica. Hay más diferencia entre el manejo de un Sergio de Castro y un Hernán Büchi, o entre el de Raúl Sáez y Luis Escobar, que entre la que puede haber ahora entre Valdés y Briones. Pero todo eso no evitó que el famoso “ladrillo” se convirtiera en leyenda y, finalmente, en reliquia.

Todo lo anterior pretende haber aclarado esa leyenda, sin nunca perder de vista que siempre que se explica la verdad de una leyenda se la convierte en algo trivial.

Fuente: https://ellibero.cl/opinion/orlando-saenz-el-ladrillo/

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