24 de julio, 2020
Patricio Navia
Sociólogo, cientista político, académico UDP
Porque el control de la agenda legislativa ahora está en manos del Congreso y porque el gobierno ha alcanzado un nivel de debilidad nunca antes visto desde el retorno de la democracia, parece difícil sostener el argumento de que el sistema presidencialista exacerbado que caracterizó a Chile en los últimos treinta años sigue existiendo.
Si bien las repercusiones económicas de las votaciones de ambas cámaras del Congreso a favor del proyecto que permite el retiro de hasta un 10% de los fondos de pensiones de los chilenos de las AFP se sentirán por varios meses —y años—, las repercusiones políticas de la incuestionable derrota del gobierno del Presidente Piñera serán inmediatas. Aunque éste rápidamente anunció que quiere pasar la página y centrarse en otras prioridades legislativas y de políticas públicas para enfrentar la pandemia y ayudar al país a salir de la gigantesca crisis económica en la que ya estamos, el resultado de las votaciones en el Congreso parece dejar en claro que por más que el gobierno tenga ganas de retomar el control de la agenda, Chile ha pasado a convertirse en un sistema parlamentario de facto. Porque el control de la agenda legislativa ahora está en manos del Parlamento y porque el gobierno ha alcanzado un nivel de debilidad nunca antes visto desde el retorno de la democracia, parece difícil sostener que el sistema presidencialista exacerbado que caracterizó al país en los últimos treinta años sigue existiendo. Hoy por hoy, en Chile manda el Congreso.
Desde el retorno de la democracia en 1990 —y precisamente porque la Constitución de 1980 fue diseñada para concentrar poderes en el Ejecutivo— el sistema político chileno fue ampliamente caracterizado como hiperpresidencialista, con presidencialismo fuerte y presidentes moderados, de presidencialismo exacerbado o super presidencialista. En su campaña presidencial de 2009, Marco Enríquez-Ominami a menudo hablaba de que Chile tenía una monarquía presidencial. Aunque desde comienzos de los 90 hubo evidencia de pesos y contrapesos institucionales, la percepción generalizada de la opinión pública —y de la propia clase política— era que Chile tenía un presidencialismo fuerte.
Con la eliminación de los enclaves autoritarios —especialmente después de las reformas de 2005— el sistema político chileno avanzó hacia un menor desbalance en las relaciones Ejecutivo-Legislativo. La eliminación de los periodos ordinarios (mayo a septiembre) y extraordinarios (resto del año) en el Congreso le dieron una mayor injerencia a este en el proceso legislativo. La explosión de proyectos de ley presentados por legisladores —mociones— llevó a muchos a confusión. Si bien menos del 10% de los proyectos que presentan los legisladores llega a convertirse en ley, el porcentaje de leyes promulgadas que provenían de mensajes pasó de un 29% en el periodo 1990-2006 a un 39% entre 2006 y 2018.
Lamentablemente, el gobierno de Piñera nunca pareció entender que tendría negociar con el Congreso para avanzar su agenda.
Luego, la creciente importancia del Congreso generó un nuevo equilibrio en las relaciones con el Ejecutivo. En su primer periodo, Bachelet perdió la mayoría que tenía en ambas cámaras cuando una serie de legisladores díscolos renunciaron al PDC y le dieron mayoría a la oposición derechista en ellas. En la primera administración de Piñera, su gobierno ya enfrentó el complejo desafío de tener que gobernar sin mayoría en ninguna de las cámaras. Aunque Bachelet tuvo una amplia mayoría en ambas cámaras en su segundo periodo, la poca cohesión de los legisladores de los partidos oficialistas también le trajo dolores de cabeza a su gobierno: es verdad que logró impulsar muchas reformas, pero su proyecto más importante —una nueva constitución— no logró avanzar. De hecho, en un gesto puramente simbólico, Bachelet envió una propuesta de nueva constitución al Congreso un par de días antes de dejar el poder.
Pero si los gobiernos anteriores tuvieron problemas con un Congreso crecientemente poderoso, la segunda administración de Piñera simplemente terminó siendo subyugada por él. En parte la responsabilidad fue del electorado, que dio una amplia mayoría a Piñera en la segunda vuelta de diciembre de 2017, pero que también dio mayoría a la izquierda en ambas cámaras en la votación de primera vuelta un mes antes. Lamentablemente, el gobierno nunca pareció entender que tendría negociar con el Congreso para avanzar su agenda. Aunque el Presidente habló mucho de Aylwin como su modelo, nunca aprendió del primer gobierno de la democracia la exitosa forma en que éste negoció con un Senado controlado por la oposición.
Incluso antes del estallido social de octubre, el gobierno ya había perdido varios gallitos con el Congreso. Para no abundar en ejemplos, recordemos que la iniciativa de rebajar la jornada laboral a 40 horas por semana impulsada por las diputadas Cariola y Vallejo le estaba dando cancha, tiro y lado a la reforma laboral que impulsaba el gobierno de Piñera.
Después del estallido social, el Congreso terminó por consolidar su poder. Aunque tal vez la única institución más impopular que el presidente Piñera era precisamente el Congreso, tomó la batuta de las reformas políticas y no la soltó más. Lo que pasó esta semana confirma un patrón que ya venía viéndose por varios meses. La Moneda ya estaba perdiendo el control de la agenda legislativa antes del estallido social. Si bien la llegada de la pandemia le dio un respiro, el Congreso pronto volvió a ganarle los gallitos al gobierno. La derrota de esta semana es tan devastadora que, para todos los efectos prácticos, podemos decir que, al menos por lo que resta del periodo, en Chile gobernará el Congreso, no el Ejecutivo.
Fuente: https://ellibero.cl/opinion/patricio-navia-el-congreso-gobierna-en-chile/
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