Por Fernando Thauby García


La Izquierda, por ignorancia o por mala fé, difunde la idea de que la actual Constitución no permite satisfacer las demandas sociales. Esta falacia surge de jugar con los conceptos de manera de engañar al lector y llevarlo a conclusiones erróneas.

Esta incompatibilidad se debería a que la Constitución no es “neutra” sino que promueve un Estado subsidiario que considera a los particulares para la prestación de algunos servicios con los que quiere materializar los “Derechos Sociales”, en desmedro “del Estado” que debería hacerlo todo y que eventualmente lo haría mejor.

Este error surge de no distinguir entre la provisión de los servicios y la definición de las formas, condiciones, garantías de esa prestación.

En otras palabras, si el Gobierno establece mal o insuficientemente, la calidad, oportunidad o el financiamiento de esa prestación, si no controla el funcionamiento del servicio o peor, si no corrige aquellos aspectos que naturalmente van cambiando con el devenir del tiempo y la evolución de las condiciones sociales, económicas o políticas de los beneficiarios, es el mismo gobierno el responsable del mal servicio o, más precisamente y como sucedió en Chile, es la Clase Política quien debe asumir la responsabilidad de su incapacidad para ponerse se acuerdo y llegar a soluciones razonables y eficientes para satisfacer las necesidades de la sociedad.

Se debe recordar que el principio de subsidiariedad choca frontalmente con la ideología socialista, que asigna -contra toda evidencia-, ventaja al Estado y sus estructuras para la prestación de servicios previsionales, de salud, transporte distribución, producción y educación respecto a los particulares.  En efecto y desde el punto de vista de las conveniencias de su ideología, el Estado siempre debe tener el control de todas las prestaciones sociales, por cuanto le permite ejercer control sobre la ciudadanía y le entrega una poderosa herramienta de poder social y político.

Es evidente que en nuestro ámbito nacional, tanto por parte de la izquierda como de la derecha se ha hecho un uso a veces distorsionado del concepto de subsidiariedad.

La subsidiariedad no es una mera abstención estatal en beneficio del mercado. No es solo buscar la mayor eficiencia posible en el buen uso de los recursos y mayor calidad del servicio. Es una idea de que el Estado no invada espacios públicos desplazando a las organizaciones menores o intente competir con ellos.

Entendiendo por “organizaciones menores” no solo las actividades empresariales sino también los esfuerzos locales como cooperativas, fundaciones, universidades, juntas de vecinos y asociaciones para la obtención de viviendas.

Mirado desde el punto de vista positivo, el Estado y las sociedades mayores deben fomentar y apoyar a las sociedades menores en sus actividades propias. Esto implica que la dignidad de la persona humana –probablemente el eje central del cambio constitucional–, esté en el centro y sea el Estado quien deba estar al servicio de ella. Esta forma de materializar la subsidiariedad no solo promueve y potencia la libertad de las personas sino que también les reconoce que se realizan verdadera e íntegramente en comunidad, en conjunto a otras.

Así, una subsidiariedad bien entendida no es incompatible con reformas sociales dirigidas a cambiar el sistema de salud o a avanzar hacia mayores prestaciones de seguridad social y por lo tanto, en garantizar derechos sociales sino que acepta y promueve que no es solo el Estado quien puede enfrentar y resolver las necesidades públicas sino que las organizaciones sociales también pueden hacerlo por sí mismas.

Tanto el Tribunal Constitucional como el Congreso y los Gobiernos, es decir la Clase Política en su conjunto, han preferido dar a la subsidiariedad del estado una significación restrictiva y empresarial desperdiciando su potencial como instrumento social de libertad, protagonismo e iniciativa popular.

La subsidiariedad puede y debe combinarse con la “solidaridad” de manera que la responsabilidad individual pueda ser potenciada y reforzada en ámbitos como la seguridad social.

Podemos concluir que la derecha privilegió la aplicación de subsidiariedad en la provisión de servicios por la vía de las grandes empresas ignorando su tremendo potencial como elemento de promoción y motivación social y como forma de reconocer la dignidad de las personas en la búsqueda de soluciones propias. La izquierda por su parte, concentró sus esfuerzos en llenar los vacíos e imperfecciones en la aplicación de concepto, mediante la entrega de reiterados y cuantiosos “bonos”, “subsidios directos” y “programas asistenciales”, fáciles de politizar y usar para la generación de clientelas políticas y captura ideológica de sectores sociales.

El Estado Asistencial y peor aún, el “Estado de Bienestar”, provocan la pérdida de energías humanas y el aumento exagerado de los aparatos públicos, dominados por lógicas burocráticas más que por la preocupación de servir a los usuarios, con enorme crecimiento de los gastos.

Mediante el uso inteligente del principio de subsidiariedad, podemos crear una pluralidad de comunidades de naturaleza política, social y económica, cada una compuesta por comunidades más pequeñas que cumplen funciones diferenciadas.

Podemos ser libres, podemos ser ciudadanos activos y participativos, podemos emplear empresas privadas de todos los tamaños y características para administrar servicios sociales y donde el Estado también pueda actuar directamente cuando se aprecie necesario.

Mediante el principio de subsidiariedad podemos alcanzar la DIGNIDAD por nosotros mismos, sin pedírsela a nadie. Esto nos lleva a entender la “separación de poderes” no solo como equilibrios y contrapesos dentro del gobierno, sino dentro del conjunto social. Esta división combatiría la peligrosa pretensión, especialmente de los Gobiernos y de la misma burocracia estatal, de concentrar todo el poder en unas pocas instituciones.

El principio de subsidiariedad mejor aplicado, nos podría llevar a la valoración de las asociaciones y de las organizaciones intermedias; la articulación pluralista de la sociedad; la salvaguardia de los derechos de las personas y de las minorías; la descentralización burocrática y administrativa; el equilibrio entre la esfera pública y privada, con el consecuente reconocimiento de la función social del sector privado y sobre todo, una adecuada responsabilización del ciudadano para ser parte activa de la realidad política y social del país

El verdadero problema es que a la Clase Política Chilena no le interesa la gente ni el Bien Común ni la Dignidad de las personas, sino el Poder Político y sus ganancias personales o del partido.

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