16 diciembre, 2020 

 

 

 

 

Orlando Sáenz Rojas
Empresario y escritor


El sentido común dice que si uno tiene una falla eléctrica en su casa, no llama a un cocinero para arreglarla. Sin embargo, hoy parece que el pueblo chileno no lo entiende así y manda al Congreso Nacional a todo tipo de personajes pintorescos para luego quejarse de que funcionan como un circo.


Si algo ha demostrado la historia con majadera insistencia es que ningún pueblo progresa sin un buen gobierno. Más aún, nos enseña que, si con un buen gobierno se progresa lenta pero seguramente, con uno malo se retrocede rápida y fatalmente. En otras palabras, el poder destructor de un mal gobierno es mucho mayor y rápido que el poder benefactor de un buen gobierno.  Nosotros, los chilenos, hemos experimentado en carne propia y en apenas dos generaciones esos efectos: el par de años de Allende le costaron a Chile todo lo que había avanzado desde el fin de la Segunda Guerra Mundial y el Bachelet II y el Piñera II le costará todo lo que avanzó con el ciclo virtuoso de la Concertación.

Por lo señalado, no es de extrañar que la historia de las ideas políticas no sea otra cosa que la búsqueda de la forma de generar buenos gobiernos, lo que ha resultado tan difícil y frustrante como para que Latinoamérica no la haya encontrado en más de dos siglos de vida independiente.

Partiendo de la base que el mejor gobierno que un pueblo podría tener es el absoluto del hombre o la mujer perfectos, el problema se traslada a encontrar la fórmula para descubrir a ese ser que se acerca a la perfección, puesto que hay que rendirse a la idea de que no existe más que en el reino de los cielos. En la búsqueda de una receta eficaz, los pueblos han probado todo lo imaginable y siempre con muy dudosos resultados. Durante mucho tiempo, fue muy aceptable el principio de traspasarle esa decisión a la divinidad, pero no se avanzó mucho porque el problema se trasladó a acordar la forma en que esa divinidad manifestaba su elección. Una solución fue suponer que la voluntad divina se manifestaba a través de la herencia biológica del primer nominado, lo que dio origen a las absurdas teorías del derecho divino de los reyes, expresado en listas dinásticas. Cuando ese sistema llevó a tronos omnipotentes a individuos como Calígula, Luis XV o Iván “el Terrible”, fue manifiesto que Dios se negaba a colaborar y se dejó de pensar en esas sandeces.

La idea de la elección dentro de un grupo colegiado y muy selecto que invoca la inspiración divina, tampoco ha resultado demasiado feliz, puesto que –siendo la teoría adoptada por la Iglesia– ha elevado al trono pontificio a calamidades como Francesco della Reveré o Rodrigo Borgia, lo que puso de manifiesto que no siempre el Espíritu Santo concurre a los Cónclaves.

Como sería largo, inútil y tedioso seguir enumerando las patrañas que se han inventado para asegurar la elección de buenos gobernantes –por sabroso que sea evocar los “mandatos del cielo”, los “milagros reales” o los cometas en el cielo al momento del nacimiento– conviene concentrarnos en lo que Winston Churchill llamó “el menos malo de los sistemas” que es el democrático.  Este sistema, inventado formalmente por los atenienses del siglo V AC, se basa en que la soberanía recibe en el conjunto de los ciudadanos que delega su ejercicio en magistrados temporales mediante elecciones libres, informadas y responsables. Esa definición es la forma ilustrada de disfrazar la confianza en el axioma de que “vox populi, vox Dei” (“la voz del pueblo es la voz de Dios”).

Lo lamentable es que, cuando la masa del electorado no es libre, no está informada y no es responsable, la voz del pueblo se parece mucho más a la del demonio que a la de Dios.  Esa voz llevó al poder supremo a Adolfo Hitler, a  Cristina de Kirchner, a Salvador Allende, para no seguir una interminable lista de otras calamidades, de modo que aquello del “vox populi” no deja de ser una patraña tan grande como cualquier otra. Basta ir a Plaza Italia un viernes por la tarde para juzgar cuán confiable es esa supuesta voz popular.

Todo derecho constitucional que no se puede cumplir por razones materiales es una fuente de frustración y finalmente de desorden.

Sin embargo, esa descorazonadora constatación no acaba del todo con nuestras esperanzas de elegir buenos gobiernos, y ello porque sigue siendo válida la afirmación de Churchill y debería mejorar nuestra fortuna si logramos recuperar lo que algún día tuvimos, o sea un electorado en verdad libre, informado y responsable. Los inventores del sistema, o sea los atenienses del siglo V AC, se dieron cuenta de inmediato que disponer de ese electorado era fundamental para el éxito de su sistema. Se dieron cuenta que la democracia era un lujo que solo podían permitirse pueblos que dispusieran de ese electorado con esa triple cualidad y, para conseguirlo y conservarlo, tomaron medidas que, apuntando en el sentido correcto, serían hoy inaplicables (como restringir la ciudadanía a solo a aquellos que cumplieran condiciones de origen, fortuna y extrema dedicación a la cosa pública).

Pero, si bien ya no se puede usar ese tipo de medidas, sí se puede mejorar la calidad del electorado a través de la educación. Gran parte de los males que hoy día aquejan a Chile provienen de la decadencia de la educación cívica del pueblo, que sobre todo se manifiesta en la incapacidad para designar gente preparada en los cargos públicos. En mi ya lejana niñez, vi como fracasaban candidaturas al Congreso de personas de gran prestigio en otras actividades (como grandes deportistas, artistas o periodistas), y ello porque el electorado entendía que la preparación en esas profesiones era otra que la requerida para legislar. El sentido común dice que si uno tiene una falla eléctrica en su casa, no llama a un cocinero para arreglarla y, sin embargo, hoy parece que el pueblo chileno no lo entiende así y manda al Congreso Nacional a todo tipo de personajes pintorescos para luego quejarse de que funcionan como un circo.

La pérdida de cultura cívica es tan notable en el país que produce verdadero horror la feroz ignorancia de nuestra propia historia que exhibe el chileno medio y, habida cuenta de ello, no es de extrañar que busque hasta en la farándula a sus próximos legisladores, como estoy seguro que va a ocurrir. Ello hace imprescindible revisar el funcionamiento del sistema educacional del país, cuya calidad ha sido víctima de un crecimiento rapidísimo de población que para nada ha sido acompañado de la inversión suficiente para sostener un alto nivel de calidad. Existen quienes, reparando en ello, pretenden convertir la educación de calidad en un derecho constitucional, pero no reparan en que la distancia que existen entre escribir algo y que se cumpla en la realidad es enorme. Todo derecho constitucional que no se puede cumplir por razones materiales es una fuente de frustración y finalmente de desorden.

Ciertamente que, como ente electoral, el pueblo chileno se está comportando en una forma que solo puede garantizar la decadencia terminal de nuestra república democrática. Llevamos mucho tiempo eligiendo mal a nuestros gobernantes, legisladores y magistrados y hemos comenzado a pagar un altísimo precio por ese grave defecto. Para tomar sopa se usa la cuchara y no el tenedor. Y lo digo con la conciencia muy oscura porque yo mismo, cuando voté por el Sr. Piñera, tomé sopa con el tenedor.

Fuente: https://ellibero.cl/opinion/orlando-saenz-la-sopa-con-tenedor/

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