Pablo Rodríguez Grez


“…si una nueva Constitución tiene como certificado de nacimiento la violencia, el pillaje, el vandalismo y el saqueo de que hemos sido víctimas en los últimos meses, como nunca ocurrió en el pasado, y la incertidumbre respecto de quiénes son los responsables, es bien poco lo que se puede esperar del futuro…”


 Tengo la impresión de que estamos remando contra la corriente en todo lo que atañe a la situación política en la que nos hallamos inmersos. Desde el 18 de octubre pasado hemos perdido el rumbo y las medidas adoptadas más parecen reacciones espontáneas que decisiones razonadas. En otras palabras, la ciudadanía no dispone ni de una explicación ni de un proyecto capaz de corregir la dirección impuesta por la crisis.

En este instante lo urgente es restaurar el Estado de Derecho y velar por el cumplimiento riguroso de la ley. En dos palabras: restablecer el orden público. Mientras ello no ocurra, toda resolución que se tome caerá en terreno infértil y no dará frutos positivos. Además, nuestra economía, vida social, sistema jurídico y funcionamiento del aparato estatal requieren de una garantía básica que no puede esquivarse: el amparo institucional, consagrado plenamente en el texto actual del estatuto constitucional. Vale decir, la convicción de que todos los actos lícitos están protegidos por la autoridad y asegurados por el ejercicio legítimo de la fuerza. Mientras no haya “seguridad” no habrá inversión, ni pública ni privada, ni nacional ni extranjera, no prosperará ningún proyecto, por lucrativo y virtuoso que parezca, y seguiremos siendo una nación mediocre y decadente, como lo fuimos hasta promediar el siglo pasado. Esta tarea está confiada primordialmente al Presidente de la República, pudiendo usar los recursos extraordinarios que dispone la propia Constitución al efecto (estados de excepción).

La estabilidad institucional demanda el concurso de legisladores conscientes, en aptitud de comprender y valorizar cada conflicto más allá de sus particulares intereses electorales y, además, la adhesión efectiva de los gobernados. De allí que el ejercicio de la potestad constituyente no sea un recurso electoral ordinario o una bandera de luchas partidistas para alcanzar o mantener determinados poderes y beneficios. Esto explica que la Constitución de 1925 solo vino a aplicarse íntegramente en 1932, y la de 1980, en 1990. La transición entre una y otra requirió de tiempo. Prueba de lo que digo es la cantidad de reformas introducidas en la Carta de 1980 (más de 30).

Por otra parte, debe destacarse el esfuerzo del Tribunal Constitucional para interpretar las normas de la Carta Magna de acuerdo con la realidad política y frenar toda tentativa de desviarla de sus fines superiores, a pesar de los injustos ataques que se le dirigen en forma sistemática y periódica.

Vivimos el peor momento para encarar un nuevo proceso constituyente. Su realización solo acarreará confrontaciones que revivirán viejas disputas históricas que han dejado heridas que aún no cicatrizan totalmente. Iniciar esta etapa en dicho contexto es inútil, innecesario e imprudente y solo servirá para desatar nuevas demandas, al amparo —hoy— de una ciudadanía enfervorizada. Lo anterior no impide introducir nuevas modificaciones a la Carta del 80, pero en la medida que ello sea estrictamente necesario para lograr objetivos sociales bien definidos.

La Constitución de 1980 instaló un itinerario político cuyo cumplimiento, para muchos chilenos, es motivo de orgullo. En ella se reconoció la soberanía popular, restituyendo el ejercicio del poder político a la civilidad, la cual lo asumió sin trastornos de ninguna especie.

Si una nueva Constitución tiene como certificado de nacimiento la violencia, el pillaje, el vandalismo y el saqueo de que hemos sido víctimas en los últimos meses, como nunca ocurrió en el pasado, y la incertidumbre respecto de quiénes son los responsables, es bien poco lo que se puede esperar del futuro. Pero lo más delicado es que las ampulosas declaraciones, que intuimos se intentarán incorporar en una nueva Carta, defraudarán a quienes siguen pensando que los problemas, por graves que sean, se resuelven con la sola dictación de una ley. Ninguna de las reivindicaciones que, al parecer, mayoritariamente reclama la ciudadanía demanda una modificación constitucional, de lo cual se desprende que esta iniciativa no es más que un pobre recurso político para lograr ventajas.

Aunque el tiempo de que se dispone es escaso, parece urgente analizar a la luz pública esta realidad que, por dolorosa que resulte, condicionará nuestro destino.

Fuente: https://www.elmercurio.com/blogs/2020/01/02/75197/Remando-contra-la-corriente.aspx

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